jueves, 23 de diciembre de 2010

Séneca y Oscar Wilde

Séneca, en las Epístolas morales a Lucilio, enfatiza: «No es pobre el que tiene poco, sino el que ambiciona más». En el mismo orden de cosas, en Antes del fin, Sábato recuerda a Oscar Wilde, que dijo: «Hay gente que se preocupa más por el dinero que los pobres; son los ricos».

sábado, 18 de diciembre de 2010

Fragmentos del prólogo de El hombre y sus símbolos

En la primavera de 1959, dos años antes de su muerte, el doctor Carl Gustav Jung fue entrevistado, para la televisión inglesa, por John Freeman. La entrevista fue considerada un éxito y, por eso mismo, se le encomendó a Freeman que convenciera a Jung para que escribiera un libro a fin de exponer sus ideas al lector medio. El volumen que Jung escribió junto a otros colaboradores, se titula El hombre y sus símbolos, y el prólogo está a cargo del propio Freeman. De dicho prólogo extraigo los siguientes fragmentos:

«Pero su abrumadora contribución a la comprensión psicológica es su concepto del inconsciente; no es (como el “subconsciente” de Freud) un mero tipo de desván para los deseos reprimidos, sino un mundo que es precisamente una parte tan vital y tan real de la vida de un individuo como la consciencia.»

«(…) el inconsciente es el gran guía, amigo y consejero de lo consciente. Conocemos el inconsciente y comunicamos con él (un servicio de doble camino) principalmente por medio de los sueños.»

«(…) el hombre se totaliza, integra, calma, se hace fértil y feliz cuando (y sólo entonces) se completa el proceso de individuación, cuando el consciente y el inconsciente han aprendido a vivir en paz y a completarse recíprocamente.»



Carl G. Jung, El hombre y sus símbolos, Ed. Caralt, Barcelona, España, 1984.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Fragilidad, de Azorín

Fragilidad


¡Ah queridos lectores! Llegamos ahora a la parte más delicada de este cuento. ¿Por qué no era igual que antes nuestro amigo Tomás? Ser exteriormente, socialmente, era igual; pero una honda conmoción había puesto un no sé qué en su organismo. Algo había en su cerebro, en su sensibilidad, que no había antes. No será fácil describir este estado espiritual de nuestro amigo. Diremos, en términos generales, que su carácter ahora era vidrioso, un poco vidrioso. Se irritaba fácilmente de muchas cosas que antes pasaban por él inadvertidas; él mismo comprendía lo infundado de estas súbitas irritaciones. Lo comprendía... y no lo comprendía. Detalles, particularidades, incidentes de la vida diaria, eran para Tomás motivo de reiteradas meditaciones. «Diríase
—pensaba él— que hacia mi persona, como atraídos por un misterioso imán, acuden todos estos pormenores desagradables. Yo procuro poner un poco de lógica y de delicadeza en la vida; pero, fatalmente, de pronto uno de estos detalles, uno de estos incidentes, viene a revolucionar mi serenidad espiritual.» Pensaba Tomás en si todo este encadenarse de menudas adversidades sería fruto de un ambiente social determinado, y, por lo tanto, si no existirían en tal otro medio social; pensaba, otras veces, si ello no radicaría en una fatalidad humana, honda e indestructible, idéntica en todas las naciones. Un resto de optimismo alentaba en el fondo de su espíritu, y nuestro amigo se inclinaba al primer partido.
Pero el primer ímpetu de nerviosidad no podía reprimirlo; un momento después, Tomás se avergonzaba, allá en su interior, de este movimiento de cólera brusca e irreflexiva. «No soy el mismo de antes —volvía a pensar—; parezco hecho de vidrio, de sutil y quebradizo vidrio. Esta sensibilidad mía, tan aguda, tan irritable, es algo enfermizo y doloroso. Veo ahora cosas que no veía antes, percibo matices y relaciones del mundo que antes para mí estaban ocultos; pero ¡a qué costa! ¡A costa de cuántas zozobras, de cuánta inquietud, de cuántas menudas y continuas aflicciones íntimas!»


Azorín, Tomás Rueda.

martes, 14 de diciembre de 2010

¿Por qué me mataís?

47. ¿Por qué me mataís? —¡Cómo! ¿No vivís al otro lado del agua? Amigo mío, si vivierais a este lado yo sería un asesino, y sería injusto mataros de esta forma. Pero como vivís del otro lado, soy un valiente y esto es justo.

56. (…) ¿Puede haber algo más ridículo que un hombre tenga derecho a matarme porque él mora al otro lado del agua y su príncipe está peleado con el mío, aunque yo no lo esté?




Blaise Pascal, Pensamientos, Ed. Aguilar, Buenos Aires, 2010.

lunes, 13 de diciembre de 2010

En el Rey de los Alisos, del francés Michael Tournier, el narrador reflexiona:

«En verdad nuestra sociedad tiene la justicia que se merece. La que corresponde al culto de los asesinos, que florece literalmente en cada esquina, en las placas azules donde se sugiere a la admiración pública los nombres de los héroes de guerra más ilustres, es decir de los más sanguinarios asesinos profesionales de nuestra historia».

No puedo dejar de remitir este fragmento al «¿por qué me matáis?», de Pascal.

domingo, 12 de diciembre de 2010

¡CANALLAS, DRECH!

XIII



Se me ocurre que al leer la historia de Norma Pugliese algunos de ustedes pensarán que soy un canalla. Desde ya les digo que aciertan. Me considero un canalla y no tengo el menor respeto por mi persona. Soy un individuo que ha profundizado en su propia conciencia, ¿y quién que ahonde en los pliegues de su conciencia puede respetarse? Al menos me considero honesto, pues no me engaño sobre mí mismo ni intento engañar a los demás. Ustedes acaso me preguntarán, entonces, cómo he engañado sin el menor asomo de escrúpulos a tantos infelices y mujeres que se han cruzado en mi camino. Pero es que hay engaños y engaños, señores. Esos engaños son pequeños, no tienen importancia. Del mismo modo que no se puede calificar de cobarde a un general que ordena una retirada con vistas a un avance definitivo. Son y eran engaños tácticos, circunstanciales, transitorios, en favor de una verdad de fondo, de una despiadada investigación. Soy un investigador del Mal, ¿y cómo podría investigarse el Mal sin hundirse hasta el cuello en la basura? Me dirán ustedes que al parecer yo he encontrado un vivo placer en hacerlo, en lugar de la indignación o del asco que debería sentir un auténtico investigador que se ve forzado a hacerlo por desagradable obligación. También es cierto y lo reconozco paladinamente. ¿Ven qué honrado que soy? Yo no he dicho en ningún momento que sea un buen sujeto: he dicho que soy un investigador del Mal, lo que es muy distinto. Y he reconocido, además, que soy un canalla. ¿Qué más pueden pretender de mí? Un canalla insigne, eso sí. Y orgulloso de no pertenecer a esa clase de fariseos que son tan ruines como yo pero que pretenden ser honorables individuos, pilares de la sociedad, correctos caballeros, eminentes ciudadanos a cuyos entierros va una enorme cantidad de gente y cuyas crónicas aparecen luego en los diarios serios. No: si yo salgo alguna vez en esos periódicos, será, sin duda, en la sección policía. Pero ya creo haber explicado lo que pienso de la prensa seria y de la sección policial. De manera que estoy muy lejos de sentirme avergonzado. Detesto esa universal comedia de los sentimientos honorables. Sistema de convenciones que se manifiesta, cuándo no, en el lenguaje: supremo falsificador de la Verdad con V mayúscula. Convenciones que al sustantivo «viejito" inevitablemente anteponen el adjetivo "pobre"; como si todos no supiéramos que un sinvergüenza que envejece no por eso deja de ser sinvergüenza, sino que, por el contrario, agudiza sus malos sentimientos con el egoísmo y el rencor que adquiere o incrementa con las canas. Habría que hacer un monstruoso auto de fe con todas esas palabras apócrifas, elaboradas por la sensiblería popular, consagradas por los hipócritas que manejan la sociedad y defendidas por la escuela y la policía: "venerables ancianos" (la mayor parte sólo merecen que se les escupa), "distinguidas matronas" (casi en su totalidad movidas por la vanidad y el egoísmo más crudo), etcétera. Para no hablar de los "pobres cieguitos" que constituyen el motivo de este Informe. Y debo decir que si estos pobres cieguitos me temen es justamente porque soy un canalla, porque saben que soy uno de ellos, un sujeto despiadado que no se va a dejar correr con pavadas y con lugares comunes. ¿Cómo podrían temer a uno de esos infelices que los ayudan a cruzar la calle en medio de la lacrimosa simpatía a lo película de Disney con pajaritos y cintitas de Navidad en colores? Si se hicieran alinear todos los canallas que hay en el planeta, ¡que formidable ejército se vería, y qué muestrario inesperado! Desde niñitos de blanco delantal ("la pura inocencia de la niñez") hasta correctos funcionarios municipales que, sin embargo, se llevan papel y lápices a la casa. Ministros, gobernadores, médicos y abogados en su casi totalidad, los ya mencionados pobres viejitos (en inmensas cantidades), las también mencionadas matronas que ahora dirigen sociedades de ayuda al leproso o al cardíaco (después de haber galopado sus buenas carreras en camas ajenas y de haber contribuido precisamente al incremento de las enfermedades del corazón), gerentes de grandes empresas, jovencitas de apariencia frágil y ojos de gacela (pero capaces de desplumar a cualquier tonto que crea en el romanticismo femenino o en la debilidad y desamparo de su sexo), inspectores municipales, funcionarios coloniales, embajadores condecorados, etcétera, etcétera. ¡CANALLAS, MARCH! ¡Qué ejército, mi Dios! ¡Avancen, hijos de puta! ¡Nada de pararse, ni de ponerse a lloriquear, ahora que les espera lo que les tengo preparado! ¡CANALLAS, DRECH! Hermoso y aleccionador espectáculo. Cada uno de los soldados al llegar al establo será alimentado con sus propias canalladas, convertidas en excremento real (no metafórico). Sin ninguna clase de consideración ni acomodos. Nada de que al hijito del señor ministro se le permita comer pan duro en lugar de su correspondiente caca. No, señor: o se hacen las cosas como es debido o no vale la pena que se haga nada. Que coma su mierda. Y más, todavía: que coma toda su mierda. Bueno fuera que admitiéramos que coma una cantidad simbólica. Nada de símbolos: cada uno ha de comer su exacta y total canallada. Es justo, se comprende: no se puede tratar a un infeliz que simplemente esperó con alegría la muerte de sus progenitores para recibir unos pesuchos en la misma forma que a uno de esos anabaptistas de Mineápolis que aspiran al cielo explotando negros en Guatemala. ¡No, señor! JUSTICIA Y MÁS JUSTICIA: A cada uno la mierda que le corresponde, o nada. No cuenten conmigo, al menos para trapisondas de ese género. Y que conste que mi posición no sólo es inexpugnable sino desinteresada, ya que, como lo he reconocido, en mi condición de perfecto canalla, integraré las filas del ejército cacófago. Sólo reivindico el mérito de no engañar a nadie. Y esto me hace pensar en la necesidad de inventar previamente algún sistema que permita detectar la canallería en personajes respetables y medirla con exactitud para descontarle a cada individuo la cantidad que merece que se le descuente. Una especie de canallómetro que indique con una aguja la cantidad de mierda producida por el señor X en su vida hasta este Juicio Final, la cantidad a deducir en concepto de sinceridad o de buena disposición, y la cantidad neta que debe tragar, una vez hechas las cuentas. Y después de realizada la medición exacta en cada individuo, el inmenso ejército deberá ponerse en marcha hacia sus establos, donde cada uno de los integrantes consumirá su propia y exacta basura. Operación infinita, como se comprende (y ahí estaría la verdadera broma), porque al defecar, en virtud del Principio de Conservación de los Excrementos, expulsarían la misma cantidad ingerida. Cantidad que vuelta a ser colocada delante de sus hocicos, mediante un movimiento de inversión colectiva a una voz de orden militar, debería ser ingerida nuevamente. Y así, ad infinitum.



Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas (capítulo III, «Informe sobre Ciegos»).

sábado, 11 de diciembre de 2010

Algo sobre Pascal

145. Compadecer a los ateos que buscan, porque ¿no son acaso bastante desgraciados? Denostar a los que se envanecen de serlo.

146. Ateísmo señal de fuerza de espíritu, pero sólo hasta cierto grado.

155. Corremos despreocupados hacia el precipicio después de haber puesto algo delante de nosotros para impedirnos verlo.

158. Yo no sería cristiano sin los milagros, dice San Agustín.



Blaise Pascal, Pensamientos, Ed. Aguilar, Buenos Aires, 2010.

viernes, 10 de diciembre de 2010

La palabra corrompe a la idea

298. Lamento. Agarré al vuelo esa idea y me valí a toda prisa de las primeras palabras que se me ocurrieron para retenerla y que no se me escapara. Pero la aridez de mis inapropiadas palabras mató la idea, que ahora está colgada de ellas y bamboleándose. Cuando la considero, apenas me explico cómo tuve la suerte de agarrar ese pájaro.



La Gaya Ciencia, Friedrich Nietzsche, Ed. Gradifco, Buenos Aires, 2007.

jueves, 9 de diciembre de 2010

La filosofía de la existencia

Entre los antecedentes históricos de la filosofía de la existencia cabe mencionar a Sócrates, San Agustín y Pascal. Contra Hegel, se reveló el pensador danés Kierkegaard, iniciador de la filosofía de la existencia e introductor de esta noción, reprochándole a Hegel que, en el pensar, hubiese olvidado al pensador. En nuestra lengua, y en parte bajo la influencia de Kierkegaard, debe mencionarse a Unamuno, que destacó vigorosamente el hombre concreto, de carne y hueso, como “el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía”.
La filosofía de la existencia es una filosofía de la finitud, cuyo punto de partida ya no se encontrará en la subjetividad segura de sí misma y potencialmente ominopotente, sino en la existencia concreta de cada uno, con su carácter transferible, incierto, fluctuante, contradictorio, y con todo patéticamente real, dolorosamente imperioso.
Si bien el auge de esta corriente filosófica está relacionado con las vicisitudes del siglo XX y sus dos grandes guerras, de ningún modo se trata de un reflejo de la época, porque en tal caso no se explicarían los antecedentes (Agustín, Pascal, Kierkegaard y hasta el mismo Eclesiastés).


Fuente: Adolfo Carpio, Principios de filosofía, Ed. Glauco, Bs. As., 2004.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Cartas a un joven poeta (fragmentos)

Por sugerencia de un buen hombre, he leído las Cartas a un joven poeta. Quisiera resaltar algunos fragmentos que me impresionaron vivamente.

“Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes se lo ha preguntado a otros. Los envía a revistas. Los compara con otras poesías, y se inquieta cuando en ciertas redacciones rechazan sus ensayos. Ahora (ya que usted me ha permitido aconsejarle), ruégole que abandone todo eso. Usted mira a lo exterior, y esto es, precisamente, lo que no debe hacer ahora. Nadie puede aconsejar, ni ayudar; nadie. Solamente hay un medio: retorne a usted. Investigue la causa que lo impele a escribir; examine si ella extiende sus raíces en lo más profundo de su corazón. Confíese si le sería preciso morir en el supuesto que escribir le estuviera vedado*. (...) Una obra de arte es buena cuando ha sido creada necesariamente”.

En la carta número tres, Rilke aconseja:

"Y ahora un ruego; lea usted lo menos posible cosas de crítica estética; o son opiniones de escuela, petrificadas y escurridas de sentido por un endurecimiento ya sin vida, o hábiles juegos de palabras en que hoy prevalece esta opinión y mañana la opuesta. Las obras de arte son de una infinita soledad, y por nada tan poco abordables como por la crítica. Solamente el amor puede comprenderlas y tratarlas y ser justo con ellas”.

*En la nota al pie de la primera carta, se acota: «Rilke tuvo siempre aversión por la crítica y por el espíritu de sistema, así en el orden literario como en el filosófico. "Jamás leo que se publica sobre mis trabajos” [carta a Herman Pongs, 17-81924; veáse Dichtung und Volkstum 37 (1936) pág. 105]. “Nunca he leído a los filósofos, excepto, en estos últimos años (alrededor de 1924) a Schopenahuer: algunas páginas". (Ibíd. pág. 106)»




Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta. Dylan Thomas, Manifiesto poético, Ediciones del 80, Buenos Aires, 1982.

Dos aforismos del querido loco de Turín

Tomando al vuelo El caminante y su sombra, releí dos aforismos que estaban subrayados. Aunque no abordan una temática en común, creo encontrarles cierto parentesco. Procedo, pues, a su trascripción:

133. Libros malos. —El libro debe pedir pluma, tinta y escritorio; pero generalmente son la pluma, la tinta y el escritorio los que piden al libro. Por eso los libros actuales tienen poco valor.

343. Medir la sabiduría. —El exceso de sabiduría puede medirse exactamente por la disminución de la bilis.

Friedrich Nietzsche, El caminante y su sombra, editorial Gradifco, Buenos Aires (sin fecha de edición).

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Una reseña sobre Vallejo


«Partió en su primer viaje poético —Los heraldos negros, 1918— de la estética de los padres Rubén Darío, Herrera y Reisig y el de Lugones de Lunario sentimental, llevándose en los bolsillos, como confituras obsequiadas, muchos versos de la alacena modernista. Pero el muchacho, aunque por el camino vaya saboreando esas confituras, se aleja del cosmopolitismo hacia lo nacional, regional, popular e indigenista. Mestizo el autor, mestiza su poesía. La sangre parnasiana y simbolista circula por las arterias de los versos, mezclada con la de su realismo peruano. Los temas son el amor, erótico u hogareño, la vida cotidiana en su tierra de cholos; y el humor es de tristeza, desilusión, amargura y sufrimiento. El hombre sufre, fatalmente, golpes inmerecidos: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios”. Ha nacido sin quererlo; y mientras llegue la muerte, llora, y se compadece de los prójimos también dolientes, y cuando no cae sobre él un golpe se siente culpable porque sabe que lo ha recibido otro desventurado.»

Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura hispanoamericana, Fondo de cultura económica, México, 1954.