sábado, 7 de enero de 2017

J. L. B.



Hay una sentencia del gran místico inglés, William Blake que dice: "El tiempo es la dádiva de la eternidad". Si a nosotros nos dieran todo el ser... El ser es más que el universo, más que el mundo. Si a nosotros nos mostraran el ser de una sola vez, quedaríamos aniquilados, anulados, muertos. En cambio el tiempo es la dádiva de la eternidad. La eternidad nos permite todas esas experiencias de un modo sucesivo. Tenemos días, noches, tenemos horas, tenemos minutos, tenemos la memoria. (...) Todo eso nos he dado sucesivamente porque no podemos aguantar esa intolerable carga, esa intolerable descarga de todo el ser del universo.

sábado, 31 de agosto de 2013

La mariposa




No conozco momento más feliz. Era otoño. Caminaba entre el gentío de la avenida S. y entonces, al levantar la mirada, vi  a una mariposa descolorida. Las hojas de los árboles caían con una muerte laxa, muda y virginal. Pensé en B. Pensé que, dado el caso de que ella se fijara en mí, yo rechazaría esa venturosa oportunidad. Porque… ¿cómo, yo, el más solitario, iba a contribuir a la desdicha de aquel muchacho y, sobre todo, a la de ella misma, al desconocer el modo de hacerla feliz? ¿Cómo, yo, sabedor de la horrible certeza del que se sabe no amado, iba a engendrar la simiente del dolor? ¿Cómo, yo, después de haber reflexionado durante tantos años sobre la cuestión del mal, iba a contribuir a la sumatoria de ese monstruo heteróclito y voraz?
Las hojas caídas levantaron vuelo en pequeños remolinos y la mariposa se confundió con ellas. Se esfumó entre la gracilidad de los livianos cadáveres y ellos mismos, a su vez, cobraron vida gracias a su bondad.

Juan Cruz Caminante

La torta, Charles Baudelaire, El spleen de París



XV

LA TORTA


Viajaba. El paisaje era de una majestuosidad y un esplendor irresistibles. Sin duda mi alma se contagió. Mis pensamientos revoloteaban con la misma levedad que la atmósfera; las pasiones vulgares como el odio y el amor profano me parecían tan remotas como los nubarrones que desfilaban en el fondo del abismo, bajo mis pies; mi alma me parecía tan vasta y pura como la cúpula del cielo que me rodeaba; el recuerdo de las cosas terrenas llegaba a mi corazón muy debilitado, disminuido como el sonido del cencerro de imperceptibles manadas que pastaban lejos, muy lejos, en la ladera de otra montaña. Sobre el pequeño lago inmóvil, que la profundidad volvía negro, pasaba a veces la sombra de una nube que se reflejaba como la capa de un gigante alado que atravesara el cielo. Y recuerdo que esta sensación solemne y rara, causada por un gran movimiento silencioso, me llenaba de una alegría donde se mezclaba el miedo. En pocas palabras, la emocionante belleza que me rodeaba me hacía sentir en paz conmigo y con el universo; en mi perfecta beatitud y mi total olvido de todo mal terreno había empezado a considerar que los diarios que pretenden que el hombre ha nacido bueno no eran finalmente tan ridículos; y cuando la incurable materia renovó sus exigencias, pensé en reparar la fatiga y calmar el hambre que la larga ascensión habían causado. Saqué de mi bolsillo un buen pedazo de pan, una taza de cuero y un porrón de cierto elixir que por ese entonces los farmacéuticos vendían a los turistas para mezclar con agua de nieve.
Cortaba tranquilamente mi pan cuando un sonido muy leve me hizo levantar los ojos. Ante mí había un chico harapiento, negro, hirsuto, de ojos vacíos, salvajes y como suplicantes que parecían devorar el pedazo de pan. Y lo oí suspirar, con voz baja y ronca, la palabra torta. No pude dejar de sonreír al escuchar el nombre con que honraba a mi pan casi blanco, y corté para él una buena rodaja y se la ofrecí. Se acercó lentamente, sin quitar los ojos del objeto de su codicia; después, agarró el pedazo y retrocedió velozmente como temiendo que el ofrecimiento no fuera sincero o que me hubiera arrepentido.
Pero en el mismo instante fue derribado por otro pequeño salvaje, surgido de no sé dónde y tan exactamente igual al primero como si fuera su hermano gemelo. Juntos rodaron por el suelo disputándose el precioso botín sin que ninguno de los dos quisiera sacrificar la mitad para su hermano. El primero, exasperado, atrapó al otro por el pelo; éste le agarró la oreja con los dientes y escupió un pedacito ensangrentado con un poderoso juramento en dialecto. El legítimo propietario de la torta trató de clavar sus pequeñas garras en los ojos del usurpador, quien a su vez puso toda su fuerza en estrangular a su adversario con una mano, mientras la otra trataba de deslizar el premio del combate en el bolsillo.
Pero excitado por la desesperación, el vencido se levantó e hizo rodar por tierra al vencedor con un cabezazo en el estómago. ¿Para qué describir una lucha horrible, que duró más de lo que las fuerzas infantiles hacían suponer? La torta iba de mano
en mano y cambiaba de bolsillo a cada momento, pero también cambiaba de volumen. Y cuando al final, extenuados, temblorosos, ensangrentados, se detuvieron porque no podían más, a decir verdad ya no quedaba ningún motivo de combate: el pedazo de pan había desaparecido, deshecho en miguitas, grandes como los granos de arena con los que se había mezclado.
El espectáculo había ensombrecido el paisaje, y la calma alegría que distraía mi alma antes de ver a los hombrecitos, había desaparecido absolutamente; estuve triste mucho tiempo repitiéndome sin pausa:
"¡Existe un país magnífico donde el pan se llama torta, manjar tan raro que basta para engendrar una guerra fraticida!"

martes, 16 de abril de 2013

Metafísica y sensualidad


En el prólogo de Niebla, Víctor Goti, individuo de dudosa existencia, afirma que, para Unamuno, la preocupación libidinosa es lo que más estraga la inteligencia. Así, de la tríada de vicios: las mujeres, el juego y el vino, prefiere en grado sumo a este último, ya que: “A un borracho se le puede hablar, y hasta dice cosas, pero ¿quién resiste la conversación de un jugador o un mujeriego?”
En otro orden de cosas no es de extrañar, según Goti, el consorcio, la íntima ligazón que une lo erótico con lo metafísico. Los primeros pueblos, como su literatura indica, empezaron siendo guerreros y religiosos, para luego devenir en eróticos y metafísicos. En la Edad Media el corazón de las sociedades palpitaba al ritmo de la exaltación religiosa y guerrera —la espada, en ese sentido, llevaba una cruz en su empuñadura— en tanto que la preocupación por las mujeres ocupaba un lugar escaso, secundario, en la imaginación del hombre medieval. No nos asombrará, pues, que en ese entonces, la filosofía durmiera bajo el cálido manto de la teología.
Lo erótico y lo metafísico, insiste Goti, se desarrollan a la par. La religión es guerrera; la metafísica, erótica y voluptuosa. La religión hace al hombre belicoso*, combativo, mientras que el instinto metafísico, la curiosidad por conocer lo incognoscible, valga decir, probar del fruto del árbol del Bien y el Mal,  hace despertar su sensualidad y, así, colocarle el arnés de una fuerza que lo supera y lo domina.
 * El autor de esta nota no cree que la religión haga al belicismo del hombre, sino que este, por su propia naturaleza, actúa bajo el yugo del principium individuationis (veáse El mundo como voluntad y representación), matriz de todo el mal y la miseria que abunda en el corazón humano.