martes, 16 de abril de 2013

Metafísica y sensualidad


En el prólogo de Niebla, Víctor Goti, individuo de dudosa existencia, afirma que, para Unamuno, la preocupación libidinosa es lo que más estraga la inteligencia. Así, de la tríada de vicios: las mujeres, el juego y el vino, prefiere en grado sumo a este último, ya que: “A un borracho se le puede hablar, y hasta dice cosas, pero ¿quién resiste la conversación de un jugador o un mujeriego?”
En otro orden de cosas no es de extrañar, según Goti, el consorcio, la íntima ligazón que une lo erótico con lo metafísico. Los primeros pueblos, como su literatura indica, empezaron siendo guerreros y religiosos, para luego devenir en eróticos y metafísicos. En la Edad Media el corazón de las sociedades palpitaba al ritmo de la exaltación religiosa y guerrera —la espada, en ese sentido, llevaba una cruz en su empuñadura— en tanto que la preocupación por las mujeres ocupaba un lugar escaso, secundario, en la imaginación del hombre medieval. No nos asombrará, pues, que en ese entonces, la filosofía durmiera bajo el cálido manto de la teología.
Lo erótico y lo metafísico, insiste Goti, se desarrollan a la par. La religión es guerrera; la metafísica, erótica y voluptuosa. La religión hace al hombre belicoso*, combativo, mientras que el instinto metafísico, la curiosidad por conocer lo incognoscible, valga decir, probar del fruto del árbol del Bien y el Mal,  hace despertar su sensualidad y, así, colocarle el arnés de una fuerza que lo supera y lo domina.
 * El autor de esta nota no cree que la religión haga al belicismo del hombre, sino que este, por su propia naturaleza, actúa bajo el yugo del principium individuationis (veáse El mundo como voluntad y representación), matriz de todo el mal y la miseria que abunda en el corazón humano.