martes, 10 de marzo de 2009

La concepción panteísta de Avellaneda

Domingo 7 de julio

Un día de sol espléndido, casi otoñal. Fuimos a Carrasco. La playa estaba desierta, tal vez debido a que, en pleno julio, la gente no se anima a creer en el buen tiempo. Nos sentamos en la arena. Así con la playa vacía, las olas se vuelven imponentes, son ellas solas las que gobiernan el paisaje. En ese sentido me reconozco lamentablemente dócil, maleable. Veo ese mar implacable y desolado, tan orgulloso de su espuma y su coraje, apenas mancillado por gaviotas ingenuas, casi irreales, y de inmediato me refugio en una irresponsable admiración. Pero después, casi enseguida, la admiración se desintegra y paso a sentirme tan indefenso como una almeja, como un canto rodado. Ese mar es una especie de eternidad. Cuando yo era niño, ese mar golpeaba y golpeaba, pero también golpeaba cuando era niño mi abuelo. Una presencia móvil pero sin vida. Una presencia de olas oscuras, insensibles. Testigo de la historia, testigo inútil porque no sabe nada de la historia. ¿Y si el mar fuera Dios? También un testigo insensible. Una presencia móvil, pero sin vida. Avellaneda también lo miraba, con el viento en el pelo, sin pestañear. “¿Vos creés en Dios?”, dijo continuando el diálogo que había iniciado yo, mi pensamiento. “No sé, yo querría que Dios existiese”. Pero no estoy seguro. Tampoco estoy seguro de que Dios, si existe, vaya a estar conforme con nuestra credulidad a partir de unos datos desperdigados e incompletos.” “Pero si es tan claro. Vos te complicás porque querés que Dios tenga rostro, manos, corazón. Dios es un común denominador. También podríamos llamarlo La Totalidad. Dios es esta piedra, mi zapato, aquella gaviota, tus pantalones, esa nube, todo.” “¿Y eso te atrae? ¿Eso te conforma?”. “Por lo menos me inspira respeto”. “A mí no. No puedo figurarme a Dios como una especie de gran Sociedad Anónima.”
(fragmento de La tregua, de Mario Benedetti)

sábado, 7 de marzo de 2009

Poquita cosa, de Antón Chéjov

POQUITA COSA
Antón Chéjov (1860-1904)


Hace unos días invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas.
—Siéntese, Yulia Vasilievna —le dije—. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma... Veamos... Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes...
—En cuarenta...
—No. En treinta... Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos... Veamos... Ha estado usted con nosotros dos meses...
—Dos meses y cinco días...
—Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos... Pero hay que descontarle nueve domingos... pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado... más tres días de fiesta...
A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero... ¡ni palabra!
—Tres días de fiesta... Por consiguiente descontamos doce rublos... Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases... usted se las dio sólo a Varia... Hubo tres días que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permitió descansar después de la comida... Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de... hum... de cuarenta y un rublos... ¿no es cierto?
El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y lo vi empañado de humedad. Su mentón se estremeció. Rompió a toser nerviosamente, se sonó la nariz, pero... ¡ni palabra!
—En víspera de Año Nuevo usted rompió una taza de té con platito. Descontamos dos rublos... Claro que la taza vale más... es una reliquia de la familia... pero ¡que Dios la perdone! ¡Hemos perdido tanto ya! Además, debido a su falta de atención, Kolia se subió a un árbol y se desgarró la chaquetita... Le descontamos diez... También por su descuido, la camarera le robó a Varia los botines... Usted es quien debe vigilarlo todo. Usted recibe sueldo... Así que le descontamos cinco más... El diez de enero usted tomó prestados diez rublos.
—No los tomé —musitó Yulia Vasilievna.
—¡Pero si lo tengo apuntado!
—Bueno, sea así, está bien.
—A cuarenta y uno le restamos veintisiete, nos queda un saldo de catorce...
Sus dos ojos se le llenaron de lágrimas...
Sobre la naricita larga, bonita, aparecieron gotas de sudor. ¡Pobre muchacha!
—Sólo una vez tomé —dijo con voz trémula—... le pedí prestados a su esposa tres rublos... Nunca más lo hice...
—¿Qué me dice? ¡Y yo que no los tenía apuntados! A catorce le restamos tres y nos queda un saldo de once... ¡He aquí su dinero, muchacha! Tres... tres... uno y uno... ¡sírvase!
Y le tendí once rublos... Ella los cogió con dedos temblorosos y se los metió en el bolsillo.
Merci —murmuró.
Yo pegué un salto y me eché a caminar por el cuarto. No podía contener mi indignación.
—¿Por qué me da las gracias? —le pregunté.
—Por el dinero.
—¡Pero si la he desplumado! ¡Demonios! ¡La he asaltado! ¡La he robado! ¿Por qué merci?
—En otros sitios ni siquiera me daban...
—¿No le daban? ¡Pues no es extraño! Yo he bromeado con usted... le he dado una cruel lección... ¡Le daré sus ochenta rublos enteritos! ¡Ahí están preparados en un sobre para usted! ¿Pero es que se puede ser tan tímida? ¿Por qué no protesta usted? ¿Por qué calla? ¿Es que se puede vivir en este mundo sin mostrar los dientes? ¿Es que se puede ser tan poquita cosa?
Ella sonrió débilmente y en su rostro leí: "¡Se puede!"
Le pedí disculpas por la cruel lección y le entregué, para su gran asombro, los ochenta rublos. Tímidamente balbuceó su merci y salió... La seguí con la mirada y pensé: ¡Qué fácil es en este mundo ser fuerte!

domingo, 1 de marzo de 2009

La espada de Damocles

En La espada de Damocles, 1812 de Richard Westall, los jóvenes muchachos de la anécdota de Cicerón han sido sustituidos por vírgenes con un patrón neoclásico, Thomas Hope.


Damocles pertenece más a la leyenda que a la historia griega. Cicerón la nombra en sus Tusculanas. El cuento es simple: Damocles, cortesano de la corte de Dionisio I, envidiaba a éste por su puesto de poder y la aparente vida cómoda que llevaba. Con el fin de escarmentarlo, Dionisio ofreció intercambiar sus puestos, y así, Damocles se vio fácilmente sentado en el trono. Organizó, entonces, un gran banquete y gozó haciendo servirse como rey. Al final de la fiesta, levantó la cabeza y descubrió con horror que durante todo ese tiempo una espada desnuda pendía sobre su cabeza, atada por un solo pelo de caballo. Comprendiendo los peligros que acarrea el poder, Damocles pidió a Dionisio abandonar ese peligroso puesto.