lunes, 26 de marzo de 2012

La blancura espantosa de la ballena y lo que se esconde detrás del maquillaje de mundo

¿O acaso ocurre que en su esencia la blancura no es tanto un color cuando la ausencia visible de color y, a la vez, la fusión de todos los colores, lo cual explica que exista tal vacuidad —muda y a la vez plena de significado— en un panorama nevado, y ateísmo de todos los colores tal que nos estremece? Y cuando consideramos esa otra teoría de los filósofos naturalistas, según la cual todos los demás colores terrenos, toda ornamentación majestuosa o encantadora —los dulces matices del cielo crepuscular y los bosques, el dorado terciopelo de las mariposas, esas otras mariposas que son las mejillas de las muchachas— sería tan sólo astutos embelecos, no inherentes a las sustancias reales, más superpuestas a ellas desde el exterior, de manera que la divina Naturaleza estaría pintada como una prostituta cuyos incentivos sólo cubren el sepulcro interior; y cuando vamos aún más lejos y pensamos que el cosmético místico que produce cada uno de sus matices, el gran principio de la luz, es blanco o incoloro y si no obrara sobre las cosas a través de un medio lo revestiría todo, hasta las rosas y los tulipanes, de su tinte neutro: cuando meditamos acerca de todo esto, el universo paralizado surge ante nosotros como un leproso; y a semejanza de esos resueltos exploradores de Laponia que se niegan a llevar anteojos coloreados, el desventurado incrédulo contempla hasta enceguecerse el monumental sudario blanco que envuelve la perspectiva tendida a su alrededor. La ballena era símbolo de todas estas cosas. ¿Cómo puede asombrarte, lector, la ferocidad de la caza?
Herman Melville, Moby Dick

sábado, 24 de marzo de 2012

Habla Blake

"Es mejor ahogar a un niño en su cuna que guardar dentro de sí un deseo insatisfecho".

Las ocurrencias de Heine

"Leyendo un aburridísimo libro me quedé dormido. Acto continuo, soñé que proseguía mi lectura y el aburrimiento me despertó. Esto se repitió tres o cuatro veces".

En Textos Cautivos, Jorge Luis Borges