No conozco momento más feliz. Era otoño. Caminaba entre el gentío de la
avenida S. y entonces, al levantar la mirada, vi a una mariposa descolorida. Las hojas de los
árboles caían con una muerte laxa, muda y virginal. Pensé en B. Pensé que, dado
el caso de que ella se fijara en mí, yo rechazaría esa venturosa oportunidad.
Porque… ¿cómo, yo, el más solitario, iba a contribuir a la desdicha de aquel
muchacho y, sobre todo, a la de ella misma, al desconocer el modo de hacerla
feliz? ¿Cómo, yo, sabedor de la horrible certeza del que se sabe no amado, iba
a engendrar la simiente del dolor? ¿Cómo, yo, después de haber reflexionado
durante tantos años sobre la cuestión del mal, iba a contribuir a la sumatoria
de ese monstruo heteróclito y voraz?
Las hojas caídas levantaron
vuelo en pequeños remolinos y la mariposa se confundió con ellas. Se esfumó
entre la gracilidad de los livianos cadáveres y ellos mismos, a su vez,
cobraron vida gracias a su bondad.
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