Arquímedes murió en el sitio a Siracusa en el año 212 a. C. Tal era la fama del sabio en el mundo conocido que el cónsul Marcelo dio órdenes de respetar su vida. El soldado que, sin embargo lo asesinó, encontró a Arquímedes tan abstraído en la solución de un problema que éste no respondió a su interpelación. Entonces le dio muerte. Las palabras que Arquímedes dirigió a su verdugo son legendarias: «No estropees mis círculos».
Bibliografía: Cadiz, Luis M., Grandes Sabios, Ed. Atlántida, Bs. As., 1948.
jueves, 31 de marzo de 2011
martes, 29 de marzo de 2011
El grito de San Agustín
Pero con todo eso, Señor, dadme licencia para hablar delante de vuestra misericordia, a mí, tierra y ceniza; con todo eso, dadme licencia para hablar, porque es a vuestra misericordia a quien hablo y no alguno que pueda hacer mofa. Y Vos por ventura de mí os mofaréis, pero a la postre volvéis vuestros ojos y tendréis misericordia de mí. ¿Y qué es, Señor, lo que os quiero decir sino que no sé de dónde yo viene acá, a esa que digo vida que muere o muerte que vive?
San Agustín, Confesiones, Alfaguara, Bs. As., 2010.
San Agustín, Confesiones, Alfaguara, Bs. As., 2010.
sábado, 26 de marzo de 2011
Los escritores filósofos
Los grandes escritores son novelistas filósofos, es decir, lo contrario de escritores de tesis. Así lo son Balzac, Sade, Melville, Stendhal, Dostoievski, Proust, Malraux, Kafka, para no citar más que algunos.
Albert Camus, El mito de Sísifo, Losada, Bs. As., 2007.
Albert Camus, El mito de Sísifo, Losada, Bs. As., 2007.
viernes, 25 de marzo de 2011
Mejor no hablar de ciertas cosas, revista Sudestada
Ernesto Sabato: mejor no hablar de ciertas cosas
Por: Hugo Montero
Breve recorrida por el mapa de contradicciones, ambigüedades e hipocresías del escritor Ernesto Sabato durante los años más oscuros de nuestro país, o pequeño manual de estilo de las miserias de un intelectual funcional a la dictadura militar en los setenta y, años después, erigido como prócer de la democracia y los derechos humanos.
Existe una verdad a voces en el mundo de la cultura que perdura en el tiempo: un artista merece ser juzgado por lo mejor de su persona, que es su obra. Definición que cobra verdadero significado cuando se pone en evidencia la contradicción entre el artista y su creación, muchas veces reflejo de un talento que no tiene porqué llegar acompañado de posiciones políticas o humanas razonables.
Los casos en la historia de cruces de este tipo nunca terminan, artistas de propuestas revolucionarias en cualquier rama del arte y, a la vez, voceros de las ideas más reaccionarias de su tiempo. Cuántas veces se ha repetido el debate, y cuántas veces ha sido necesario diferenciar esos dos universos dentro de la misma persona para valorar en su real medida la obra del artista cuestionado. Sin embargo, lo curioso surge cuando la parte que se alaba del artista en cuestión no es su obra; es decir, cuando al creador se le aplaude sólo por sus concepciones políticas. Y la paradoja extrema se sucede cuando el creador recibe elogios por una lucha que no es la suya, por un compromiso que jamás tuvo y por un presente que, a decir verdad, oculta muchas veces un pasado repleto de las peores miserias.
¿Cómo entender este curioso conflicto? ¿Quién, en definitiva, resulta ser el responsable de tamaño error histórico? ¿El creador aplaudido o sus fieles, conmovidos por un ejemplo de vida que no se sabe bien quién inventó ni de dónde salió? “Una de las grandes desdichas del creador es que lo admiren por sus defectos”, afirmó el escritor Ernesto Sabato en 1963, y razón no le falta. De hecho, la frase encaja de modo perfecto para referirse a su propia historia: la trayectoria de un intelectual erigido hoy como referente irrefutable de los derechos humanos y de la participación democrática.
Recorrer un archivo es también recorrer el pasado de un país y de su pueblo. Para ello es necesario observar el comportamiento de una sociedad que hoy elige como prócer a un intelectual que no sólo fue funcional a la política criminal de la dictadura más sangrienta de la historia, sino que también generó la teoría política que resultó la coartada en plena retirada de los mismos asesinos que, años después, se ocupó de criticar. Por suerte, existe el archivo. Vale la pena ejercitar la memoria y recorrer la tragedia de un escritor que refleja, en buena parte, la hipocresía de toda nuestra sociedad.
Entrevista con el vampiro
Alguien anunció que ya salían y los flashes ametrallaron a las personalidades que recién terminaban de protagonizar un histórico almuerzo con el dictador. Jorge Luis Borges eludió hábilmente el cerco periodístico y se perdió en los pasillos de la Casa de Gobierno; el presidente de la SADE, Horacio Ratti, y el cura escritor Leonardo Castellani optaron por mantener un muy bajo perfil ante los micrófonos. De modo que la responsabilidad de hablar frente a la multitud de periodistas, notoriamente excitado, sonriente y verborrágico al extremo, fue del señor Ernesto Sabato. “Es imposible sintetizar una conversación de dos horas en pocas palabras, pero puedo decir que con el presidente de la Nación hablamos de la cultura en general, de temas espirituales, históricos y vinculados con los medios masivos de comunicación”, dijo, a modo de introducción de lo que sería una larga exposición ante la prensa. Luego afirmó: “Hubo un altísimo grado de comprensión y respeto mutuo. En ningún momento el diálogo descendió a la polémica literaria o ideológica, tampoco incurrimos en el pecado de la banalidad. Cada uno de nosotros vertió, sin vacilaciones, su concepción personal de los temas abordados”.
Ante la insistencia de los periodistas, explicó que “fue una larga travesía por la problemática cultural del país. Se habló de la transformación de la Argentina, partiendo de una necesaria renovación de su cultura”. Y para el final, reservó su opinión acerca de la entrevista con el dictador. Respuesta que, por otra parte, apareció publicada al día siguiente en los matutinos de todo el mundo: “El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente” (1). Esas elogiosas palabras resuenan en los laberintos de la historia argentina, todavía...
Pero toda reunión de importancia tiene su contexto que vale la pena conocer. El 19 de mayo de 1976 fue la fecha elegida por la Junta Militar para convocar a destacados hombres de la cultura para un almuerzo con el general Videla, como señal inequívoca de apoyo de la fracción de intelectuales que no habían colaborado con la llamada “subversión”. Para eso, para blanquear la imagen del gobierno militar, fue que se eligieron a dedo los protagonistas de la reunión. Dos semanas antes, el escritor Haroldo Conti era secuestrado de su casa por un grupo de tareas, y su situación era una incógnita.
Había pasado a engrosar la ya por entonces abultada lista de “desaparecidos”. El poeta Miguel Angel Bustos, y el cineasta Raymundo Gleyzer corrieron la misma suerte que Conti algunas semanas después, al igual que otros cientos de intelectuales, artistas, estudiantes, trabajadores y militantes durante aquellos primeros meses de una cacería despiadada, organizada sistemáticamente desde el Poder Ejecutivo.
Sin embargo, nada se dijo en aquella conferencia de prensa en Casa de Gobierno de la desaparición de Conti, ni de ningún otro. De hecho, el propio Sabato dejó en manos del gobierno la difusión de los temas tratados: “Creo, por razones de cortesía, que debe ser la Secretaría de Información Pública la que informe sobre lo tratado”.
Con el tiempo se supo que en la reunión la suerte de algunos artistas secuestrados fue un tema que se deslizó apenas durante el encuentro a partir de la iniciativa de Ratti (quien le entregó en mano a Videla una lista de una decena de escritores que se encontraban “a disposición del Poder Ejecutivo”); y del cura Castellani, quien preguntó por la situación del ex seminarista Haroldo Conti: “Anoté su nombre en un papel y se lo entregué a Videla, quien lo recogió respetuosamente y aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país”, señaló tiempo después.
Nadie más de los asistentes se interesó por los artistas desaparecidos. Nadie más.
Semanas después, la revista Crisis, dónde trabajaba Haroldo Conti hasta ser secuestrado, consultó a los protagonistas sobre los temas abordados. La respuesta de Ernesto Sabato a la requisitoria de la publicación fue tajante y muy democrática: “Yo no hago declaraciones para la revista Crisis”. Borges adujo falta de tiempo y no respondió, aunque días antes había reconocido sin rubores el motivo de su visita a Casa de Gobierno: “Le agradecí personalmente (a Videla) el golpe de Estado del 24 de marzo que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado la responsabilidad del gobierno. Yo, que nunca he sabido gobernar mi vida, menos podría gobernar el país”.
De modo que los únicos que realmente comentaron detalles de la reunión fueron el cura Castellani y Ratti. El padre jesuita explicó que “quienes más hablaron fueron Sabato y Ratti, que llevaban varios proyectos. (...) Videla se limitó a escuchar. Creo que lo que sucedió es que quienes más hablaron, en vez de preguntar, hicieron demasiadas propuestas. En mi criterio, ninguna de ellas fue importante, porque estaban centradas exclusivamente en lo cultural y soslayaban lo político. Sabato y Ratti hablaron mucho sobre la ley del libro, sobre el problema de la SADE, sobre los derechos de autor, etc”.
El propio Castellani ratificó después el notorio protagonismo del autor de El túnel en el encuentro: “Sabato habló mucho, y propuso el nombramiento de un consejo de notables que supervisara los programas de televisión. (...) Borges dijo que él no integraría jamás ese consejo de prohombres. Sabato, entonces, agregó que él tampoco. Yo pensé en ese momento para qué lo proponía entonces. O sea que ellos embarcaban a la gente pero se quedaban en tierra”.
Por su parte, el presidente de la SADE, después de explicar que se tocó el tema de la censura y de los derechos de autor, calificó a Videla como “un hombre muy comprensivo e inteligente”, y destacó que cuando le entregó la lista de escritores “que estaban pasando por una situación muy lamentable” la respuesta del militar fue darle garantías: “Nos aseguró terminantemente que cada una de estas situaciones iba a ser analizada y aclarada de acuerdo con la ley, lo que nos tranquilizó bastante” (2).
Más que satisfechos unos, con sentimientos encontrados otros, los destacados hombres de la cultura abandonaron el recinto con la certeza de haber asistido a un hecho histórico: después de todo, uno no se reúne todos los días con el presidente de la Nación.
Algo más que un error
Con el tiempo, muchos intentaron justificar la actitud de Sabato en su entrevista con Videla con infinidad de excusas. Incluso el propio escritor explicó, ya en democracia, las razones de su asistencia (ver recuadro). Lo cierto es que los que consideran la presencia del intelectual esa tarde en Casa de Gobierno como “un error”, muchas veces aducen que ese “traspié” es el único que puede reprochársele al señor Sabato. Nada más alejado de la realidad.
En junio de 1966, el general Juan Carlos Onganía derrocaba al presidente Arturo Illia, con el consentimiento tácito de gran parte de la sociedad argentina, y también con el respaldo exultante de parte de la intelectualidad. Entre los más entusiastas por la llegada del gobierno militar se encontraba el autor de la siguiente cita: “Creo que es el fin de una era. Llegó el momento de barrer con prejuicios y valores apócrifos que no responden más a la realidad. Debemos tener el coraje para comprender (y decir) que han acabado, que habían acabado instituciones en las que nadie creía seriamente. ¿Vos creés en la Cámara de Diputados? ¿Conocés mucha gente que crea en esa clase de farsas? Por eso la gente común de la calle ha sentido un profundo sentimiento de liberación. Hay en el pueblo (como en los chicos) una necesidad de verdad hondísima. (...) Se trata de que estamos hartos de mistificaciones, hartos de politiquerías, de comités, de combinaciones astutas para ganar tal o cual elección. Estamos avergonzados de lo que hemos llegado a ser, no ya en el mundo, sino en América Latina, al lado de potencias como Brasil y México. Qué, queremos seguir siendo una especie de burocracia cansada y decadente, en nombre de no sé qué palabras que no son nada más que eso, palabras. No se hace una gran nación con palabras, y mucho menos con palabras apócrifas y altisonantes”. Llama la atención en este párrafo la mención de ciertas “palabras”, que el autor define como “apócrifas y altisonantes”. ¿Se referirá, justo en tiempos de dictadura, de palabras tales como “democracia”?
La cita sigue y sorprende: “Falta ver, ahora, si los hombres que han tomado el gobierno están a la altura de la desesperación histórica del pueblo argentino. Si no responden como es debido, estaríamos ante la más grande catástrofe, quizá ya irremediable. Sé que hay personas que están en puestos claves y que piensan lúcidamente”. Para terminar, el defensor de los golpistas se referirá particularmente al que sería el instigador de La noche de los bastones largos, entre otras aberraciones de ese tipo, el general Onganía: “Ojalá la serenidad, la discreción, la fuerza sin alarde, la firmeza sin prepotencia que ha manifestado Onganía en sus primeros actos sea lo que prevalezca, y que podamos, al fin, levantar una gran nación” (3).
Nada más que agregar, apenas mencionar que el responsable de firmar semejante cheque en blanco al gobierno militar fue Ernesto Sabato, en julio de 1966. Pero volvamos tiempo atrás, a 1955 y a otro golpe de Estado a manos de la casta militar, que esta vez derroca a Juan Perón. Y otra vez Ernesto Sabato, otra vez su simpatía por los uniformados golpistas, por la autodenominada “Revolución Libertadora”: “En toda revolución hay vencidos. En ésta los vencidos son la tiranía, la corrupción, la degradación del hombre, el servilismo. Son vencidos los delincuentes, los demagogos, los torturadores. Personalmente, creo que los torturadores deberían ser sometidos a la pena de muerte” (4). Como reconocimiento al apoyo recibido, el presidente de facto Pedro Aramburu designará a Sabato al frente de la revista Mundo Argentino. Como lo demuestra la historia, no le importaba demasiado al autor de estas citas el perfil ideológico de los gobiernos constitucionales derrocados, lo que realmente importaba era manifestar, rápidamente y sin vacilaciones, sus simpatías por los uniformados que, como de costumbre, llegaban para salvar a la patria.
Pese al respaldo al gobierno golpista, un año más tarde el propio Sabato denunciaría torturas en los sótanos del Congreso, aunque se apuraría en calificar como “un hombre honesto”(5) al dictador Aramburu. Por tal motivo, se enemistaría con Jorge Luis Borges, quien siempre a favor de los militares, criticó su doble discurso. Borges después reconocería su error, y la opinión de Sabato sobre aquel mea culpa borgeano no tiene desperdicio: “Sí, sí. Pero eso fue demasiado tarde. Mientras tanto ¡se estaba torturando gente!” (6). Lo extraño es que la anécdota salió a la luz en 1996, cuando el propio Sabato ya había asistido al almuerzo con Videla mientras, dicho sea de paso, también se estaban vejando de indecibles maneras a cientos de desaparecidos. Demasiada hipocresía.
Con el tiempo, la fama de Sabato fue creciendo al compás del éxito editorial de su novela El túnel, como también fue aumentando el interés de la prensa por reflejar las opiniones políticas del intelectual, aún las más contradictorias y ambiguas de un hombre que definió siempre como su ideal el “socialismo con libertad”, que fue admirador de Jean Paul Sartre y ex militante del Partido Comunista durante su juventud. “Qué es un intelectual para mí? Un hombre de ideas y de libros. ¿Para qué sirve? Entre otras cosas, como se ha visto, para convulsionar al mundo (como lo prueban dos libros: el Evangelio y el Manifiesto Comunista) y para levantar a las masas con alpargatas. ¿Qué papel debe desempeñar el día que se arme? Luchar por las ideas que defendió antes en el papel. Luchar, si es necesario, con el fusil en la mano” (7), dijo en 1961, tiempo después de haber renunciado como funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores del presidente Arturo Frondizi. El mismo hombre que practicaba el ejercicio de la simpatía hacia los uniformes, manifestaba en 1962 que “el mundo necesita una revolución y que es necesario echar abajo esa sociedad caduca que tiene a Norteamérica como modelo, aunque tengamos grandes dudas de la del otro lado” (8).
La coherencia parecía una asignatura pendiente para el escritor que ya gozaba del beneplácito de gran parte del establishment. ¿Sorprendía a alguien, ya en los años setenta, que el escritor que había aplaudido dos dictaduras (una de las cuales derrocó a un gobierno peronista) se desesperara por dar a conocer su satisfacción por el resultado electoral que llevó a Héctor Cámpora al gobierno en marzo de 1973? “Adecuada y necesaria” calificó Sabato la plataforma política del triunfador Frejuli, aunque no se privó de castigar con furia ciertas “ideologías foráneas” con un evidente toque macartista, muy de moda por esos tiempos: “Un gobierno que se proponga la gran transformación debe tener la convicción filosófica y la fuerza suficiente como para sacar a puntapiés a organizaciones extranjerizantes. La libertad absoluta no existe, no ha existido nunca ni existirá jamás. Si alguien entra en mi casa e intenta humillar o destruir o vejar a mi gente, yo no tengo el ‘derecho’ de impedirlo hasta con la fuerza, creo que tengo el ‘deber’ de hacerlo” (9).
Dictadura y democracia, ida y vuelta
Después de recorrer con atención el archivo uno se pregunta cómo es posible que Sabato sea considerado hoy como un referente de coherencia y compromiso por la libertad y la democracia. Cómo es posible, sin ir más lejos, que el hombre que en 1981 (cuando la dictadura ya entraba en su patética parábola descendente y era necesario acomodarse a los tiempos que llegaban) llegó a decir que “en ciertos casos la rebelión armada ha sido necesaria, y seguramente seguirá siendo necesaria, si se tiene en cuenta la ferocidad con que los egoístas se aferran a sus privilegios” (10), defendiera un par de años atrás con furia militante la dictadura asesina que tomó el poder en 1976. Cómo entender que el intelectual que sobre el fin del poder militar en 1982, habló de “la necesidad de pedir cuentas de todo lo que ha sucedido en estos seis años de desastre que paradójicamente llevan el nombre de Proceso de Reorganización Nacional. Un período en el que se produjeron horribles violaciones de derechos humanos”, para después agregar que “lo único que han demostrado (los militares) es que son capaces de ejercer el terrorismo más atroz, de haber secuestrado y muerto a una enorme cantidad de la juventud más idealista del país” (11). En definitiva, cómo es posible tolerar la hipocresía y el doble discurso que manejó Sabato desde siempre, acomodándose de la forma más ruin.
Hace falta recordar, por tanto, el papel funcional de Sabato a favor de la dictadura iniciada en 1976 para asombrarse de sus críticas posteriores al régimen asesino de Videla y compañía. Si no, cualquiera podría preguntarle porqué, durante la ceremonia donde fue condecorado como “Caballero de la Legión de Honor” en febrero de 1979, en la embajada francesa en Buenos Aires, transmitida por el canal oficial de la dictadura y con amplia repercusión en los medios europeos, el escritor guardó el silencio más miserable mientras en Argentina continuaba la cacería criminal de hombre, mujeres y niños, a metros de la misma embajada. Pero fue en 1978 cuando Sabato asumió complacido su lugar de alfil de la dictadura, como punta de lanza de la inteligente maniobra publicitaria ideada desde la Junta para criticar las denuncias de los exiliados en el exterior: la patética “Campaña antiargentina”, orquestada en sintonía con la organización del Mundial de fútbol. El papel de Sabato en este hecho resulta patético por donde se lo mire: “Boicotear el mundial no sólo hubiera sido boicotear al gobierno, sino también al pueblo de la Argentina, que de veras, no se lo merece” (12), dijo. Después, fue el invitado de lujo durante la fiesta de premiación de los campeones del mundo, y tuvo el privilegio de cerrar el emotivo acto transmitido en cadena a todo el país entregándole una mención al técnico César Luis Menotti con palabras repletas de felicidad: “Es una gran emoción entregarle este presente a Menotti. Yo fui uno de los argentinos que gozó, sufrió y se alegró con los partidos del Mundial. El fútbol no es un mero pasatiempo físico. Invoca grandes cualidades del hombre, como el desarrollo de la inteligencia, capacidad de improvisación, coraje, decisión, tenacidad, todo eso le inyectó este hombre excepcional al conjunto de muchachos. Yo quise aceptar esta invitación porque las penas de mi pueblo son mis penas. Y también las alegrías” (13). El estruendo de la ovación de genocidas y cómplices casi rebasó los límites del Hotel Sheraton en reconocimiento al gesto del gran hombre de las letras, extasiado por el histórico hecho.
Tres años más tarde, una vez diluida la furia exitista que dejó el Mundial, Sabato criticaría el evento con una impunidad vergonzante: “Desaprobaba el despilfarro, el gigantesco aparato de publicidad, el nacionalismo barato que suscitaba y el olvido de los problemas gravísimos de la Nación. Para colmo lo ganamos. Si lo hubiéramos perdido, habría servido al menos para que dejáramos de creernos los mejores del mundo, ese viejo patrioterismo de los argentinos que tanto daño nos ha hecho. Nos hizo olvidar -y todavía dura ese olvido- de los angustiosos, de los trágicos acontecimientos que hemos vividos en estos últimos tiempos” (14). Increíble escuchar esta frase de la misma persona que fue invitado y protagonista relevante del festejo interminable de los asesinos, del hombre que reconoció que las alegrías de su pueblo eran las suyas, en aquella ceremonia imborrable. Después, repetiría el mismo absurdo con la guerra de Malvinas, aunque eso sería adelantarse en la crónica.
La participación activa de Sabato contra la campaña antiargentina no se reduciría a aprovechar los generosos espacios cedidos por la revista Gente durante esos años; su compromiso con la estrategia militar llegaría más lejos, tal como lo relata el poeta Juan Gelman: “Daniel Moyano, ese gran escritor argentino exiliado en Madrid, me mostró en 1978 una carta que le dirigiera Sabato en que éste le decía que su sola presencia en el exterior alimentaba la campaña antiargentina (...). Sabato invitaba a Moyano a regresar -y en plena dictadura militar- le ofrecía trabajo y seguridad personal, algo difícil de prometer sin alguna anuencia o caución militar previamente conversada. Moyano ha muerto, pero hay escritores argentinos vivos que pueden dar fe de lo que digo: recibieron una carta parecida” (15). En pocas palabras, un laborioso y disciplinado intelectual en acción.
También 1978 fue el año clave para el afianzamiento de la dictadura y el momento en que su imagen comenzaba a ser cuestionada desde el exterior por los organismos de derechos humanos. En tal sentido, la revista alemana GEO Magazin invitó a Sabato a participar de una extensa entrevista con un nudo de gran interés para los lectores europeos: el presente del gobierno militar en Argentina. “La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las fuerzas armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos”, explicaba Sabato, para después comenzar a perfilar su Teoría de los dos demonios, la coartada preferida por la Junta para evitar dar explicaciones: “Desgraciadamente ocurrió que el desorden general, el crimen y el desastre económico eran tan grandes que los nuevos mandatarios no alcanzaban ya a superarlos con los medios de un estado de derecho. Porque entre tanto, los crímenes de la extrema izquierda eran respondidos con salvajes atentados de represalia de la extrema derecha. Los extremistas de izquierda habían llevado a cabo los más infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes”. La concepción que intentaba definir el escritor, aquella que situaba al gobierno militar como “neutral” o “mediador” entre las violencias de ambos “extremos”, quedaba expuesta en sus respuestas. Después afirmaría: “Sin dudas, en los últimos meses en nuestro país, muchas cosas han mejorado: las bandas terroristas armadas han sido puestas en gran parte bajo control”. Para terminar la nota, Sabato no perdió la oportunidad de cerrar su panfleto en favor de la dictadura: “La democracia tiene que aprender su lección de la historia y debe saber que con los viejos métodos liberales heredados de tiempos menos problemáticos, no se pueden dominar los delirios del presente” (16). Es válido preguntarse si el responsable de estas opiniones es la misma persona que en 1984 expresó con dureza lo siguiente: “El pueblo ha experimentado por primera vez la atroz vivencia de una dictadura mortal, putrefacta, corrupta... No hay ninguna persona con dos dedos de frente, con sensibilidad en la Argentina que vaya a mover un día un solo dedo en favor de los militares” (17).
Los de “afuera”
La visita de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA fue el acontecimiento clave en 1979. En ese momento, la dictadura estaba consolidada desde lo económico por el plan de Martínez de Hoz, gozaba de los éxitos deportivos (ese año se ganó también el Mundial Juvenil en Japón) y se preparó para recibir a la comitiva internacional sin inmutarse, contando incluso con un ejército de cómplices que se ocupaba de resguardar el otro flanco que presentaba riesgos: el exilio y la opinión pública europea. En esa zona estratégica se ocupó de presentar batalla el señor Sabato, amparado en el supuesto “pluralismo” de la dictadura que le dejaba manifestar alguna crítica (como cuando se censuró la obra del filósofo Henri Lefebvre). En ese momento de quiebre, Julio Cortázar escribió su famoso artículo América Latina: exilio y literatura, donde instaba a todos los intelectuales a asumir “la respuesta más activa y eficaz posible al genocidio cultural que crece día a día en tantos países latinoamericanos”.
Sabato, herido y pleno de soberbia, responderá indignado: “La inmensa mayoría de sus escritores, de sus pintores, de sus músicos, de sus hombres de ciencia, de sus pensadores, están en el país y trabajan”, para después afirmar que “cometen una grave injusticia los que están fuera del país pensando que aquí no pasa nada y que todo es un tremendo cementerio” (18). Decir eso cuando cientos de artistas habían sido desparecidos, estaban perseguidos o exiliados, no sólo era de una pedantería fatal, sino que parecía un argumento escrito por los propios genocidas. Otros siguieron sus pasos: “Los escritores más destacados no se han ido”, dijo Manuel Mujica Lainez. Silvina Bullrich sostenía que “ni Borges, ni Mallea, ni Sabato se fueron”, y Luis Gregorich se preguntará desde Clarín: “Después de todo, ¿cuáles son los escritores importantes exiliados?”. La escritora Liliana Heker aprovecharía la volada para polemizar con Cortázar y, de paso, ganar notoriedad con frases miserables, burlándose incluso del autor de Rayuela: “Ya que no se le puede atribuir mala fe, al menos puede suponérsele cierto apresuramiento, una necesidad a ultranza de hacer causa común con los exiliados, aun a riesgo de dar una imagen maniquea de la realidad, valiéndose de recursos más pasionales que científicos”. El escritor Abelardo Castillo también se debatía por ganar un espacio debajo del manto de cómplices e hipócritas que intentaron posicionarse ante los ojos de los genocidas con opiniones lamentables: “Espero no herir a algún compatriota que viva en el extranjero si afirmo que desconfío de algunos héroes intelectuales que postulan sus convicciones desde Calcuta o Afganistán”, para después calificar como “falsa, corrompida e injuriosa” la imagen que del país intentaban transmitir los argentinos en el exterior (19).
La dictadura superó airosa el examen de la OEA y todos festejaron, todos los que colaboraron con desprestigiar las denuncias por violaciones de los derechos humanos, con refutar los argumentos que hablaban de un genocidio, con respaldar sin miramientos a una casta de asesinos sin límites.
Después llegaría la decadencia de la dictadura, el fracaso del plan económico, el cambio de mando como recurso ridículo, la máscara de un régimen que comenzaba a descascararse ante los ojos del mundo. Aunque ya era demasiado tarde para hablar, muchos eligieron acomodarse a los nuevos vientos. Pero justo en ese proceso de metamorfosis hacia ideas más democráticas, estalla la guerra en las islas Malvinas. ¿Habrá leído Galtieri la siguiente frase de Sabato sobre la guerra?: “Éste es un país que no pasó grandes sufrimientos. No tuvo terremotos, no padeció hambre... acá las cosas nunca estuvieron demasiado mal. (...) Y no tuvimos ni siquiera, a partir de 1870, una buena guerra. Las guerras unifican a una nación. Y, en cierto sentido, producen vitalidad. Sobre todo, las guerras de defensa nacional unifican y hacen que la agresividad que todos tenemos no se ejerza para la autodestrucción sino por una causa noble y positiva. (...) Es decir, yo no soy pacifista, yo creo en las guerras. Hay guerras que defienden cosas sagradas, muy importantes, y creo que hay que hacerlas” (20).
¿Habrá leído Galtieri esa cita? ¿Habrá leído después, durante los primeros días de ocupación en las islas, las loas del mismo intelectual sobre la decisión de enviar a la muerte en una guerra absurda a pibes de 19 años, desarmados y sin preparación?: “Mucha gente ha muerto detrás de dos metros cuadrados de tela. Pero es un error creer que dos metros cuadrados de tela son nada más que eso. Transformados en banderas, son un símbolo de una ideología, de una nación, de una causa sagrada. De manera que yo estoy convencido de que en este caso sí vale la pena. Hubiera sido un acto indigno de la Argentina, que es una pequeña potencia frente a las amenazas, a la soberbia, al desprecio de Inglaterra, agachar la cabeza una vez más. Eso no lo hemos hecho, y si los chicos de 19 y 20 años están muriendo allí, están muriendo por ese motivo” (21).
El mismo Sabato, ya mutado en mariposa democrática, cambiaría de forma bien oportunista su opinión sobre Malvinas tiempo después: “Hay un solo responsable de esta derrota y es el gobierno de la Reorganización Nacional que improvisó este hecho que nos sorprendió a todos al leer los diarios del día siguiente incluyendo, creo, a la mayor parte del generalato argentino. Un acto de improvisación suicida. ¿Qué posibilidades había de triunfar? No había. (...) Eran chicos poco preparados, conscriptos, enfrentados con un ejército profesional que contaba con un armamento de primerísimo rango, con una logística de primera magnitud y con el apoyo de la mayor potencia mundial. ¿Qué iban a hacer esos reclutas? En ninguna parte del mundo, salvo en momentos inevitables, se manda a la guerra a chicos recién reclutados” (22). Las críticas, claro está, las dijo cuando la dictadura tenía los días contados. Había que perfilarse con rapidez, cambiar el discurso, borrar el pasado, aniquilar la memoria...
Sabato aclaró, mucho tiempo después, que aquellos que recordaban algunas de sus expresiones nada democráticas pertenecían a una “extrema izquierda” culpable de lanzar una y otra vez “frases calumniosas” contra su persona. En la misma nota, mezclando bronca y soberbia, Sabato extiendió sus ataque: “Sería aleccionador averiguar desde qué lugar del mundo esos infamantes hicieron críticas contra la dictadura militar. Que yo sepa procedían desde el extranjero, desde el Café de Flore, desde México, siempre bien lejos de la policía y de las fuerzas armadas. Aquí nos jugamos la vida, con las amenazas más terribles”, señalaría. En ese mismo sentido, diría en 1994: “Es muy fácil acusar a alguien desde el exterior. Yo, en cambio, enfrenté a la dictadura sin moverme de mi casa de Santos Lugares”. Curiosa forma de “enfrentarse” con los militares la de Sabato, más aún cuando fue vox populi su papel como el intelectual de mayor presencia en los medios de comunicación durante los años del Proceso, incluyendo repetidas apariciones en televisión y también en actos oficiales del gobierno de facto. El final es toda una sentencia: “Todavía quiero agregar algo que me indigna: esos detractores, la mayor parte estalinistas, incluyendo grandes escritores, jamás denunciaron los horrores de aquella dictadura en la Unión Soviética” (23).
Después, llegaría la democracia, el juicio a la Junta, los dos demonios, los aplausos, el papel de sabio o maestro que está más allá del bien y del mal, un país que se muere y otro que bosteza...
Sabato ¿y Argentina?
Repasar viejos diarios, hurgar en el pasado, recopilar frases y opiniones del archivo es una tarea ineludible para entender, a ciencia cierta, quiénes somos como pueblo. De qué forma podemos entender que el señor Sabato sea hoy un referente de los derechos humanos, sino no entendemos cómo está integrada la sociedad argentina, con sus miserias bien ocultas en el ropero. Osvaldo Bayer dice que Sabato es el intelectual que mejor refleja a la clase media argentina, esa clase que miró con simpatía el advenimiento de los dictadores, que salió a festejar el triunfo del mundial o el desembarco en Malvinas mientras en la esquina de su casa torturaban a sus vecinos y se apropiaban de sus hijos. La misma clase media que, ya en democracia, aplaudió de pie las privatizaciones, ignoró los indultos a los genocidas, defendió la convertibilidad, se indignó con la famosa “corrupción” y pidió a gritos el regreso de cierto ministro de Economía que después se fue echado a patadas por los mismos que lo veían como el último recurso. La misma clase media que sólo reaccionó cuando le tocaron el bolsillo, y después volvió en silencio a sus hogares, a sus autos, a insultar a todos aquellos que molestaran su tranquilo tránsito hacia lo más patético de nuestra historia.
Hablar de Sabato es hablar mucho de Argentina, de una parte del país y de su gente. Y la realidad, lo que vemos y leemos, es patético. Muchos siguen ovacionando a sus propios verdugos, perdonando “errores” (que tanto se parecen a los “excesos” de otros tiempos) y olvidando impunidades. Algo malo debe estar pasando.
(1) La Nación, 19-6-76.
(2) Los testimonios de Castellani y Ratti fueron publicados en la revista Crisis de julio de 1976.
(3) José Eliaschev, revista Gente, “Sabato: El fin de una era”, 28-7-66.
(4) La entrevista, publicada en el diario El Líder de 1955, integra la recopilación de entrevistas al escritor llamada Medio siglo con Sabato, de Julia Constenla.
(5) Ana Larraín, Cosas de Chile, 1966.
(6) Ibídem.
(7) Franco Mogni, revista Che, 1961.
(8) Entrevista con la revista El escarabajo de oro, 1962.
(9) Entrevista con la revista Siete Días, 1973.
(10) Mona Moncalvillo, Humor, 1981.
(11) Germán Sopeña, Siete Días, 1983.
(12) Bernard Pivot, Le Monde, 1978.
(13) Osvaldo Bayer, Rebeldía y esperanza, 1993.
(14) Ibídem 10.
(15) Juan Gelman, Lesbianos, Página/12, 8-5-96.
(16) Ibídem 13.
(17) Roberto Mero, Caras y caretas, 1984.
(18) Clarín, 5-7-80.
(19) Todas las citas de los escritores pertenecen al libro Rebeldía y esperanza.
(20) Emilio Giménez, Gente, 1971.
(21) Ibídem 13.
(22) Sergio Ciancaglini, Gente, 1982.
(23) Carlos Ares, La Maga, 1995.
(La nota completa en Sudestada 27, edición gráfica)
Ante la insistencia de los periodistas, explicó que “fue una larga travesía por la problemática cultural del país. Se habló de la transformación de la Argentina, partiendo de una necesaria renovación de su cultura”. Y para el final, reservó su opinión acerca de la entrevista con el dictador. Respuesta que, por otra parte, apareció publicada al día siguiente en los matutinos de todo el mundo: “El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente” (1). Esas elogiosas palabras resuenan en los laberintos de la historia argentina, todavía...
Pero toda reunión de importancia tiene su contexto que vale la pena conocer. El 19 de mayo de 1976 fue la fecha elegida por la Junta Militar para convocar a destacados hombres de la cultura para un almuerzo con el general Videla, como señal inequívoca de apoyo de la fracción de intelectuales que no habían colaborado con la llamada “subversión”. Para eso, para blanquear la imagen del gobierno militar, fue que se eligieron a dedo los protagonistas de la reunión. Dos semanas antes, el escritor Haroldo Conti era secuestrado de su casa por un grupo de tareas, y su situación era una incógnita.
Había pasado a engrosar la ya por entonces abultada lista de “desaparecidos”. El poeta Miguel Angel Bustos, y el cineasta Raymundo Gleyzer corrieron la misma suerte que Conti algunas semanas después, al igual que otros cientos de intelectuales, artistas, estudiantes, trabajadores y militantes durante aquellos primeros meses de una cacería despiadada, organizada sistemáticamente desde el Poder Ejecutivo.
Sin embargo, nada se dijo en aquella conferencia de prensa en Casa de Gobierno de la desaparición de Conti, ni de ningún otro. De hecho, el propio Sabato dejó en manos del gobierno la difusión de los temas tratados: “Creo, por razones de cortesía, que debe ser la Secretaría de Información Pública la que informe sobre lo tratado”.
Con el tiempo se supo que en la reunión la suerte de algunos artistas secuestrados fue un tema que se deslizó apenas durante el encuentro a partir de la iniciativa de Ratti (quien le entregó en mano a Videla una lista de una decena de escritores que se encontraban “a disposición del Poder Ejecutivo”); y del cura Castellani, quien preguntó por la situación del ex seminarista Haroldo Conti: “Anoté su nombre en un papel y se lo entregué a Videla, quien lo recogió respetuosamente y aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país”, señaló tiempo después.
Nadie más de los asistentes se interesó por los artistas desaparecidos. Nadie más.
Semanas después, la revista Crisis, dónde trabajaba Haroldo Conti hasta ser secuestrado, consultó a los protagonistas sobre los temas abordados. La respuesta de Ernesto Sabato a la requisitoria de la publicación fue tajante y muy democrática: “Yo no hago declaraciones para la revista Crisis”. Borges adujo falta de tiempo y no respondió, aunque días antes había reconocido sin rubores el motivo de su visita a Casa de Gobierno: “Le agradecí personalmente (a Videla) el golpe de Estado del 24 de marzo que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado la responsabilidad del gobierno. Yo, que nunca he sabido gobernar mi vida, menos podría gobernar el país”.
De modo que los únicos que realmente comentaron detalles de la reunión fueron el cura Castellani y Ratti. El padre jesuita explicó que “quienes más hablaron fueron Sabato y Ratti, que llevaban varios proyectos. (...) Videla se limitó a escuchar. Creo que lo que sucedió es que quienes más hablaron, en vez de preguntar, hicieron demasiadas propuestas. En mi criterio, ninguna de ellas fue importante, porque estaban centradas exclusivamente en lo cultural y soslayaban lo político. Sabato y Ratti hablaron mucho sobre la ley del libro, sobre el problema de la SADE, sobre los derechos de autor, etc”.
El propio Castellani ratificó después el notorio protagonismo del autor de El túnel en el encuentro: “Sabato habló mucho, y propuso el nombramiento de un consejo de notables que supervisara los programas de televisión. (...) Borges dijo que él no integraría jamás ese consejo de prohombres. Sabato, entonces, agregó que él tampoco. Yo pensé en ese momento para qué lo proponía entonces. O sea que ellos embarcaban a la gente pero se quedaban en tierra”.
Por su parte, el presidente de la SADE, después de explicar que se tocó el tema de la censura y de los derechos de autor, calificó a Videla como “un hombre muy comprensivo e inteligente”, y destacó que cuando le entregó la lista de escritores “que estaban pasando por una situación muy lamentable” la respuesta del militar fue darle garantías: “Nos aseguró terminantemente que cada una de estas situaciones iba a ser analizada y aclarada de acuerdo con la ley, lo que nos tranquilizó bastante” (2).
Más que satisfechos unos, con sentimientos encontrados otros, los destacados hombres de la cultura abandonaron el recinto con la certeza de haber asistido a un hecho histórico: después de todo, uno no se reúne todos los días con el presidente de la Nación.
Algo más que un error
Con el tiempo, muchos intentaron justificar la actitud de Sabato en su entrevista con Videla con infinidad de excusas. Incluso el propio escritor explicó, ya en democracia, las razones de su asistencia (ver recuadro). Lo cierto es que los que consideran la presencia del intelectual esa tarde en Casa de Gobierno como “un error”, muchas veces aducen que ese “traspié” es el único que puede reprochársele al señor Sabato. Nada más alejado de la realidad.
En junio de 1966, el general Juan Carlos Onganía derrocaba al presidente Arturo Illia, con el consentimiento tácito de gran parte de la sociedad argentina, y también con el respaldo exultante de parte de la intelectualidad. Entre los más entusiastas por la llegada del gobierno militar se encontraba el autor de la siguiente cita: “Creo que es el fin de una era. Llegó el momento de barrer con prejuicios y valores apócrifos que no responden más a la realidad. Debemos tener el coraje para comprender (y decir) que han acabado, que habían acabado instituciones en las que nadie creía seriamente. ¿Vos creés en la Cámara de Diputados? ¿Conocés mucha gente que crea en esa clase de farsas? Por eso la gente común de la calle ha sentido un profundo sentimiento de liberación. Hay en el pueblo (como en los chicos) una necesidad de verdad hondísima. (...) Se trata de que estamos hartos de mistificaciones, hartos de politiquerías, de comités, de combinaciones astutas para ganar tal o cual elección. Estamos avergonzados de lo que hemos llegado a ser, no ya en el mundo, sino en América Latina, al lado de potencias como Brasil y México. Qué, queremos seguir siendo una especie de burocracia cansada y decadente, en nombre de no sé qué palabras que no son nada más que eso, palabras. No se hace una gran nación con palabras, y mucho menos con palabras apócrifas y altisonantes”. Llama la atención en este párrafo la mención de ciertas “palabras”, que el autor define como “apócrifas y altisonantes”. ¿Se referirá, justo en tiempos de dictadura, de palabras tales como “democracia”?
La cita sigue y sorprende: “Falta ver, ahora, si los hombres que han tomado el gobierno están a la altura de la desesperación histórica del pueblo argentino. Si no responden como es debido, estaríamos ante la más grande catástrofe, quizá ya irremediable. Sé que hay personas que están en puestos claves y que piensan lúcidamente”. Para terminar, el defensor de los golpistas se referirá particularmente al que sería el instigador de La noche de los bastones largos, entre otras aberraciones de ese tipo, el general Onganía: “Ojalá la serenidad, la discreción, la fuerza sin alarde, la firmeza sin prepotencia que ha manifestado Onganía en sus primeros actos sea lo que prevalezca, y que podamos, al fin, levantar una gran nación” (3).
Nada más que agregar, apenas mencionar que el responsable de firmar semejante cheque en blanco al gobierno militar fue Ernesto Sabato, en julio de 1966. Pero volvamos tiempo atrás, a 1955 y a otro golpe de Estado a manos de la casta militar, que esta vez derroca a Juan Perón. Y otra vez Ernesto Sabato, otra vez su simpatía por los uniformados golpistas, por la autodenominada “Revolución Libertadora”: “En toda revolución hay vencidos. En ésta los vencidos son la tiranía, la corrupción, la degradación del hombre, el servilismo. Son vencidos los delincuentes, los demagogos, los torturadores. Personalmente, creo que los torturadores deberían ser sometidos a la pena de muerte” (4). Como reconocimiento al apoyo recibido, el presidente de facto Pedro Aramburu designará a Sabato al frente de la revista Mundo Argentino. Como lo demuestra la historia, no le importaba demasiado al autor de estas citas el perfil ideológico de los gobiernos constitucionales derrocados, lo que realmente importaba era manifestar, rápidamente y sin vacilaciones, sus simpatías por los uniformados que, como de costumbre, llegaban para salvar a la patria.
Pese al respaldo al gobierno golpista, un año más tarde el propio Sabato denunciaría torturas en los sótanos del Congreso, aunque se apuraría en calificar como “un hombre honesto”(5) al dictador Aramburu. Por tal motivo, se enemistaría con Jorge Luis Borges, quien siempre a favor de los militares, criticó su doble discurso. Borges después reconocería su error, y la opinión de Sabato sobre aquel mea culpa borgeano no tiene desperdicio: “Sí, sí. Pero eso fue demasiado tarde. Mientras tanto ¡se estaba torturando gente!” (6). Lo extraño es que la anécdota salió a la luz en 1996, cuando el propio Sabato ya había asistido al almuerzo con Videla mientras, dicho sea de paso, también se estaban vejando de indecibles maneras a cientos de desaparecidos. Demasiada hipocresía.
Con el tiempo, la fama de Sabato fue creciendo al compás del éxito editorial de su novela El túnel, como también fue aumentando el interés de la prensa por reflejar las opiniones políticas del intelectual, aún las más contradictorias y ambiguas de un hombre que definió siempre como su ideal el “socialismo con libertad”, que fue admirador de Jean Paul Sartre y ex militante del Partido Comunista durante su juventud. “Qué es un intelectual para mí? Un hombre de ideas y de libros. ¿Para qué sirve? Entre otras cosas, como se ha visto, para convulsionar al mundo (como lo prueban dos libros: el Evangelio y el Manifiesto Comunista) y para levantar a las masas con alpargatas. ¿Qué papel debe desempeñar el día que se arme? Luchar por las ideas que defendió antes en el papel. Luchar, si es necesario, con el fusil en la mano” (7), dijo en 1961, tiempo después de haber renunciado como funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores del presidente Arturo Frondizi. El mismo hombre que practicaba el ejercicio de la simpatía hacia los uniformes, manifestaba en 1962 que “el mundo necesita una revolución y que es necesario echar abajo esa sociedad caduca que tiene a Norteamérica como modelo, aunque tengamos grandes dudas de la del otro lado” (8).
La coherencia parecía una asignatura pendiente para el escritor que ya gozaba del beneplácito de gran parte del establishment. ¿Sorprendía a alguien, ya en los años setenta, que el escritor que había aplaudido dos dictaduras (una de las cuales derrocó a un gobierno peronista) se desesperara por dar a conocer su satisfacción por el resultado electoral que llevó a Héctor Cámpora al gobierno en marzo de 1973? “Adecuada y necesaria” calificó Sabato la plataforma política del triunfador Frejuli, aunque no se privó de castigar con furia ciertas “ideologías foráneas” con un evidente toque macartista, muy de moda por esos tiempos: “Un gobierno que se proponga la gran transformación debe tener la convicción filosófica y la fuerza suficiente como para sacar a puntapiés a organizaciones extranjerizantes. La libertad absoluta no existe, no ha existido nunca ni existirá jamás. Si alguien entra en mi casa e intenta humillar o destruir o vejar a mi gente, yo no tengo el ‘derecho’ de impedirlo hasta con la fuerza, creo que tengo el ‘deber’ de hacerlo” (9).
Dictadura y democracia, ida y vuelta
Después de recorrer con atención el archivo uno se pregunta cómo es posible que Sabato sea considerado hoy como un referente de coherencia y compromiso por la libertad y la democracia. Cómo es posible, sin ir más lejos, que el hombre que en 1981 (cuando la dictadura ya entraba en su patética parábola descendente y era necesario acomodarse a los tiempos que llegaban) llegó a decir que “en ciertos casos la rebelión armada ha sido necesaria, y seguramente seguirá siendo necesaria, si se tiene en cuenta la ferocidad con que los egoístas se aferran a sus privilegios” (10), defendiera un par de años atrás con furia militante la dictadura asesina que tomó el poder en 1976. Cómo entender que el intelectual que sobre el fin del poder militar en 1982, habló de “la necesidad de pedir cuentas de todo lo que ha sucedido en estos seis años de desastre que paradójicamente llevan el nombre de Proceso de Reorganización Nacional. Un período en el que se produjeron horribles violaciones de derechos humanos”, para después agregar que “lo único que han demostrado (los militares) es que son capaces de ejercer el terrorismo más atroz, de haber secuestrado y muerto a una enorme cantidad de la juventud más idealista del país” (11). En definitiva, cómo es posible tolerar la hipocresía y el doble discurso que manejó Sabato desde siempre, acomodándose de la forma más ruin.
Hace falta recordar, por tanto, el papel funcional de Sabato a favor de la dictadura iniciada en 1976 para asombrarse de sus críticas posteriores al régimen asesino de Videla y compañía. Si no, cualquiera podría preguntarle porqué, durante la ceremonia donde fue condecorado como “Caballero de la Legión de Honor” en febrero de 1979, en la embajada francesa en Buenos Aires, transmitida por el canal oficial de la dictadura y con amplia repercusión en los medios europeos, el escritor guardó el silencio más miserable mientras en Argentina continuaba la cacería criminal de hombre, mujeres y niños, a metros de la misma embajada. Pero fue en 1978 cuando Sabato asumió complacido su lugar de alfil de la dictadura, como punta de lanza de la inteligente maniobra publicitaria ideada desde la Junta para criticar las denuncias de los exiliados en el exterior: la patética “Campaña antiargentina”, orquestada en sintonía con la organización del Mundial de fútbol. El papel de Sabato en este hecho resulta patético por donde se lo mire: “Boicotear el mundial no sólo hubiera sido boicotear al gobierno, sino también al pueblo de la Argentina, que de veras, no se lo merece” (12), dijo. Después, fue el invitado de lujo durante la fiesta de premiación de los campeones del mundo, y tuvo el privilegio de cerrar el emotivo acto transmitido en cadena a todo el país entregándole una mención al técnico César Luis Menotti con palabras repletas de felicidad: “Es una gran emoción entregarle este presente a Menotti. Yo fui uno de los argentinos que gozó, sufrió y se alegró con los partidos del Mundial. El fútbol no es un mero pasatiempo físico. Invoca grandes cualidades del hombre, como el desarrollo de la inteligencia, capacidad de improvisación, coraje, decisión, tenacidad, todo eso le inyectó este hombre excepcional al conjunto de muchachos. Yo quise aceptar esta invitación porque las penas de mi pueblo son mis penas. Y también las alegrías” (13). El estruendo de la ovación de genocidas y cómplices casi rebasó los límites del Hotel Sheraton en reconocimiento al gesto del gran hombre de las letras, extasiado por el histórico hecho.
Tres años más tarde, una vez diluida la furia exitista que dejó el Mundial, Sabato criticaría el evento con una impunidad vergonzante: “Desaprobaba el despilfarro, el gigantesco aparato de publicidad, el nacionalismo barato que suscitaba y el olvido de los problemas gravísimos de la Nación. Para colmo lo ganamos. Si lo hubiéramos perdido, habría servido al menos para que dejáramos de creernos los mejores del mundo, ese viejo patrioterismo de los argentinos que tanto daño nos ha hecho. Nos hizo olvidar -y todavía dura ese olvido- de los angustiosos, de los trágicos acontecimientos que hemos vividos en estos últimos tiempos” (14). Increíble escuchar esta frase de la misma persona que fue invitado y protagonista relevante del festejo interminable de los asesinos, del hombre que reconoció que las alegrías de su pueblo eran las suyas, en aquella ceremonia imborrable. Después, repetiría el mismo absurdo con la guerra de Malvinas, aunque eso sería adelantarse en la crónica.
La participación activa de Sabato contra la campaña antiargentina no se reduciría a aprovechar los generosos espacios cedidos por la revista Gente durante esos años; su compromiso con la estrategia militar llegaría más lejos, tal como lo relata el poeta Juan Gelman: “Daniel Moyano, ese gran escritor argentino exiliado en Madrid, me mostró en 1978 una carta que le dirigiera Sabato en que éste le decía que su sola presencia en el exterior alimentaba la campaña antiargentina (...). Sabato invitaba a Moyano a regresar -y en plena dictadura militar- le ofrecía trabajo y seguridad personal, algo difícil de prometer sin alguna anuencia o caución militar previamente conversada. Moyano ha muerto, pero hay escritores argentinos vivos que pueden dar fe de lo que digo: recibieron una carta parecida” (15). En pocas palabras, un laborioso y disciplinado intelectual en acción.
También 1978 fue el año clave para el afianzamiento de la dictadura y el momento en que su imagen comenzaba a ser cuestionada desde el exterior por los organismos de derechos humanos. En tal sentido, la revista alemana GEO Magazin invitó a Sabato a participar de una extensa entrevista con un nudo de gran interés para los lectores europeos: el presente del gobierno militar en Argentina. “La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las fuerzas armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos”, explicaba Sabato, para después comenzar a perfilar su Teoría de los dos demonios, la coartada preferida por la Junta para evitar dar explicaciones: “Desgraciadamente ocurrió que el desorden general, el crimen y el desastre económico eran tan grandes que los nuevos mandatarios no alcanzaban ya a superarlos con los medios de un estado de derecho. Porque entre tanto, los crímenes de la extrema izquierda eran respondidos con salvajes atentados de represalia de la extrema derecha. Los extremistas de izquierda habían llevado a cabo los más infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes”. La concepción que intentaba definir el escritor, aquella que situaba al gobierno militar como “neutral” o “mediador” entre las violencias de ambos “extremos”, quedaba expuesta en sus respuestas. Después afirmaría: “Sin dudas, en los últimos meses en nuestro país, muchas cosas han mejorado: las bandas terroristas armadas han sido puestas en gran parte bajo control”. Para terminar la nota, Sabato no perdió la oportunidad de cerrar su panfleto en favor de la dictadura: “La democracia tiene que aprender su lección de la historia y debe saber que con los viejos métodos liberales heredados de tiempos menos problemáticos, no se pueden dominar los delirios del presente” (16). Es válido preguntarse si el responsable de estas opiniones es la misma persona que en 1984 expresó con dureza lo siguiente: “El pueblo ha experimentado por primera vez la atroz vivencia de una dictadura mortal, putrefacta, corrupta... No hay ninguna persona con dos dedos de frente, con sensibilidad en la Argentina que vaya a mover un día un solo dedo en favor de los militares” (17).
Los de “afuera”
La visita de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA fue el acontecimiento clave en 1979. En ese momento, la dictadura estaba consolidada desde lo económico por el plan de Martínez de Hoz, gozaba de los éxitos deportivos (ese año se ganó también el Mundial Juvenil en Japón) y se preparó para recibir a la comitiva internacional sin inmutarse, contando incluso con un ejército de cómplices que se ocupaba de resguardar el otro flanco que presentaba riesgos: el exilio y la opinión pública europea. En esa zona estratégica se ocupó de presentar batalla el señor Sabato, amparado en el supuesto “pluralismo” de la dictadura que le dejaba manifestar alguna crítica (como cuando se censuró la obra del filósofo Henri Lefebvre). En ese momento de quiebre, Julio Cortázar escribió su famoso artículo América Latina: exilio y literatura, donde instaba a todos los intelectuales a asumir “la respuesta más activa y eficaz posible al genocidio cultural que crece día a día en tantos países latinoamericanos”.
Sabato, herido y pleno de soberbia, responderá indignado: “La inmensa mayoría de sus escritores, de sus pintores, de sus músicos, de sus hombres de ciencia, de sus pensadores, están en el país y trabajan”, para después afirmar que “cometen una grave injusticia los que están fuera del país pensando que aquí no pasa nada y que todo es un tremendo cementerio” (18). Decir eso cuando cientos de artistas habían sido desparecidos, estaban perseguidos o exiliados, no sólo era de una pedantería fatal, sino que parecía un argumento escrito por los propios genocidas. Otros siguieron sus pasos: “Los escritores más destacados no se han ido”, dijo Manuel Mujica Lainez. Silvina Bullrich sostenía que “ni Borges, ni Mallea, ni Sabato se fueron”, y Luis Gregorich se preguntará desde Clarín: “Después de todo, ¿cuáles son los escritores importantes exiliados?”. La escritora Liliana Heker aprovecharía la volada para polemizar con Cortázar y, de paso, ganar notoriedad con frases miserables, burlándose incluso del autor de Rayuela: “Ya que no se le puede atribuir mala fe, al menos puede suponérsele cierto apresuramiento, una necesidad a ultranza de hacer causa común con los exiliados, aun a riesgo de dar una imagen maniquea de la realidad, valiéndose de recursos más pasionales que científicos”. El escritor Abelardo Castillo también se debatía por ganar un espacio debajo del manto de cómplices e hipócritas que intentaron posicionarse ante los ojos de los genocidas con opiniones lamentables: “Espero no herir a algún compatriota que viva en el extranjero si afirmo que desconfío de algunos héroes intelectuales que postulan sus convicciones desde Calcuta o Afganistán”, para después calificar como “falsa, corrompida e injuriosa” la imagen que del país intentaban transmitir los argentinos en el exterior (19).
La dictadura superó airosa el examen de la OEA y todos festejaron, todos los que colaboraron con desprestigiar las denuncias por violaciones de los derechos humanos, con refutar los argumentos que hablaban de un genocidio, con respaldar sin miramientos a una casta de asesinos sin límites.
Después llegaría la decadencia de la dictadura, el fracaso del plan económico, el cambio de mando como recurso ridículo, la máscara de un régimen que comenzaba a descascararse ante los ojos del mundo. Aunque ya era demasiado tarde para hablar, muchos eligieron acomodarse a los nuevos vientos. Pero justo en ese proceso de metamorfosis hacia ideas más democráticas, estalla la guerra en las islas Malvinas. ¿Habrá leído Galtieri la siguiente frase de Sabato sobre la guerra?: “Éste es un país que no pasó grandes sufrimientos. No tuvo terremotos, no padeció hambre... acá las cosas nunca estuvieron demasiado mal. (...) Y no tuvimos ni siquiera, a partir de 1870, una buena guerra. Las guerras unifican a una nación. Y, en cierto sentido, producen vitalidad. Sobre todo, las guerras de defensa nacional unifican y hacen que la agresividad que todos tenemos no se ejerza para la autodestrucción sino por una causa noble y positiva. (...) Es decir, yo no soy pacifista, yo creo en las guerras. Hay guerras que defienden cosas sagradas, muy importantes, y creo que hay que hacerlas” (20).
¿Habrá leído Galtieri esa cita? ¿Habrá leído después, durante los primeros días de ocupación en las islas, las loas del mismo intelectual sobre la decisión de enviar a la muerte en una guerra absurda a pibes de 19 años, desarmados y sin preparación?: “Mucha gente ha muerto detrás de dos metros cuadrados de tela. Pero es un error creer que dos metros cuadrados de tela son nada más que eso. Transformados en banderas, son un símbolo de una ideología, de una nación, de una causa sagrada. De manera que yo estoy convencido de que en este caso sí vale la pena. Hubiera sido un acto indigno de la Argentina, que es una pequeña potencia frente a las amenazas, a la soberbia, al desprecio de Inglaterra, agachar la cabeza una vez más. Eso no lo hemos hecho, y si los chicos de 19 y 20 años están muriendo allí, están muriendo por ese motivo” (21).
El mismo Sabato, ya mutado en mariposa democrática, cambiaría de forma bien oportunista su opinión sobre Malvinas tiempo después: “Hay un solo responsable de esta derrota y es el gobierno de la Reorganización Nacional que improvisó este hecho que nos sorprendió a todos al leer los diarios del día siguiente incluyendo, creo, a la mayor parte del generalato argentino. Un acto de improvisación suicida. ¿Qué posibilidades había de triunfar? No había. (...) Eran chicos poco preparados, conscriptos, enfrentados con un ejército profesional que contaba con un armamento de primerísimo rango, con una logística de primera magnitud y con el apoyo de la mayor potencia mundial. ¿Qué iban a hacer esos reclutas? En ninguna parte del mundo, salvo en momentos inevitables, se manda a la guerra a chicos recién reclutados” (22). Las críticas, claro está, las dijo cuando la dictadura tenía los días contados. Había que perfilarse con rapidez, cambiar el discurso, borrar el pasado, aniquilar la memoria...
Sabato aclaró, mucho tiempo después, que aquellos que recordaban algunas de sus expresiones nada democráticas pertenecían a una “extrema izquierda” culpable de lanzar una y otra vez “frases calumniosas” contra su persona. En la misma nota, mezclando bronca y soberbia, Sabato extiendió sus ataque: “Sería aleccionador averiguar desde qué lugar del mundo esos infamantes hicieron críticas contra la dictadura militar. Que yo sepa procedían desde el extranjero, desde el Café de Flore, desde México, siempre bien lejos de la policía y de las fuerzas armadas. Aquí nos jugamos la vida, con las amenazas más terribles”, señalaría. En ese mismo sentido, diría en 1994: “Es muy fácil acusar a alguien desde el exterior. Yo, en cambio, enfrenté a la dictadura sin moverme de mi casa de Santos Lugares”. Curiosa forma de “enfrentarse” con los militares la de Sabato, más aún cuando fue vox populi su papel como el intelectual de mayor presencia en los medios de comunicación durante los años del Proceso, incluyendo repetidas apariciones en televisión y también en actos oficiales del gobierno de facto. El final es toda una sentencia: “Todavía quiero agregar algo que me indigna: esos detractores, la mayor parte estalinistas, incluyendo grandes escritores, jamás denunciaron los horrores de aquella dictadura en la Unión Soviética” (23).
Después, llegaría la democracia, el juicio a la Junta, los dos demonios, los aplausos, el papel de sabio o maestro que está más allá del bien y del mal, un país que se muere y otro que bosteza...
Sabato ¿y Argentina?
Repasar viejos diarios, hurgar en el pasado, recopilar frases y opiniones del archivo es una tarea ineludible para entender, a ciencia cierta, quiénes somos como pueblo. De qué forma podemos entender que el señor Sabato sea hoy un referente de los derechos humanos, sino no entendemos cómo está integrada la sociedad argentina, con sus miserias bien ocultas en el ropero. Osvaldo Bayer dice que Sabato es el intelectual que mejor refleja a la clase media argentina, esa clase que miró con simpatía el advenimiento de los dictadores, que salió a festejar el triunfo del mundial o el desembarco en Malvinas mientras en la esquina de su casa torturaban a sus vecinos y se apropiaban de sus hijos. La misma clase media que, ya en democracia, aplaudió de pie las privatizaciones, ignoró los indultos a los genocidas, defendió la convertibilidad, se indignó con la famosa “corrupción” y pidió a gritos el regreso de cierto ministro de Economía que después se fue echado a patadas por los mismos que lo veían como el último recurso. La misma clase media que sólo reaccionó cuando le tocaron el bolsillo, y después volvió en silencio a sus hogares, a sus autos, a insultar a todos aquellos que molestaran su tranquilo tránsito hacia lo más patético de nuestra historia.
Hablar de Sabato es hablar mucho de Argentina, de una parte del país y de su gente. Y la realidad, lo que vemos y leemos, es patético. Muchos siguen ovacionando a sus propios verdugos, perdonando “errores” (que tanto se parecen a los “excesos” de otros tiempos) y olvidando impunidades. Algo malo debe estar pasando.
(1) La Nación, 19-6-76.
(2) Los testimonios de Castellani y Ratti fueron publicados en la revista Crisis de julio de 1976.
(3) José Eliaschev, revista Gente, “Sabato: El fin de una era”, 28-7-66.
(4) La entrevista, publicada en el diario El Líder de 1955, integra la recopilación de entrevistas al escritor llamada Medio siglo con Sabato, de Julia Constenla.
(5) Ana Larraín, Cosas de Chile, 1966.
(6) Ibídem.
(7) Franco Mogni, revista Che, 1961.
(8) Entrevista con la revista El escarabajo de oro, 1962.
(9) Entrevista con la revista Siete Días, 1973.
(10) Mona Moncalvillo, Humor, 1981.
(11) Germán Sopeña, Siete Días, 1983.
(12) Bernard Pivot, Le Monde, 1978.
(13) Osvaldo Bayer, Rebeldía y esperanza, 1993.
(14) Ibídem 10.
(15) Juan Gelman, Lesbianos, Página/12, 8-5-96.
(16) Ibídem 13.
(17) Roberto Mero, Caras y caretas, 1984.
(18) Clarín, 5-7-80.
(19) Todas las citas de los escritores pertenecen al libro Rebeldía y esperanza.
(20) Emilio Giménez, Gente, 1971.
(21) Ibídem 13.
(22) Sergio Ciancaglini, Gente, 1982.
(23) Carlos Ares, La Maga, 1995.
(La nota completa en Sudestada 27, edición gráfica)
Fuente: Revista Sudestada, número 27.
Genio y figura de Ernesto Sábato, de Carlos Catania
Existe un libro, pésimamente escrito, titulado Genio y figura de Ernesto Sábato, cuyo autor es Carlos Catania. Si la nota de Sudestada exhibe una irreprimible animadversión contra el escritor, Catania no hace más que pontificar su figura. Sus páginas (por momentos apasionadas, por momentos ilegibles) esbozan una defensa que nunca pasa de ser garabato. Con perplejidad me pregunto si el autor aboga a favor de Ernesto Sábato o si, en realidad, pertenece a las filas de sus detractores. Escribe:
»La enorme perplejidad que la conducta [1] de Sábato le ha deparado, contrasta violentamente con la ejercitada por otros escritores de tercer orden, artificialmente promovidos, cuyas excelencias son publicitadas al igual que las más refinadas marcas de cosméticos o papel higiénico. Pero hay algo que me parece más vil y nauseabundo. Muchos de ellos, para justificar su actitud de gusanos, al mejor estilo cubano, suelen (¡aún!) achacarle a Sábato un almuerzo con el general Videla, donde denunció la prisión y tortura de escritores e intelectuales. En plena dictadura militar permaneció en el país, combatiendo con artículos suicidas en diarios y revistas de París, de Madrid, en La Nación de Buenos Aires (leer fecha del 22/1/77), en El Tiempo, de Bogotá, en La Razón y La Opinión, de Buenos Aires (también en 1977), en Hamburgo, etcétera. No debemos olvidar, señores escribientes ideológicos en decadencia, el ensayo publicado a fines de 1976 en Buenos Aires, titulado Nuestro tiempo de desprecio. ¿Dónde estaban ustedes, muchachitos, y qué hacían además de masturbarse con la mano izquierda?
»Lo curioso (doloroso) es que escritores de más aceptable nivel, algunos pertenecientes al «boom» [2], como ya no tienen donde apoyarse, pasaron de compañeros de viaje del socialismo, a formar parte del fascismo contemporáneo; revolucionarios de salón, huyeron de sus posturas cuando las papas quemaban, para deglutir postres más apetecibles. Jamás se jugaron la vida por sus ideas y hoy los vemos convertidos en especialistas de marketing literario. Bailen, cerdos —escribe Kafka en su Diario—, a mí qué me importa.
[1] En cursiva, en el original.
[2] El autor hace una obvia alusión a Mario Vargas Llosa.
»La enorme perplejidad que la conducta [1] de Sábato le ha deparado, contrasta violentamente con la ejercitada por otros escritores de tercer orden, artificialmente promovidos, cuyas excelencias son publicitadas al igual que las más refinadas marcas de cosméticos o papel higiénico. Pero hay algo que me parece más vil y nauseabundo. Muchos de ellos, para justificar su actitud de gusanos, al mejor estilo cubano, suelen (¡aún!) achacarle a Sábato un almuerzo con el general Videla, donde denunció la prisión y tortura de escritores e intelectuales. En plena dictadura militar permaneció en el país, combatiendo con artículos suicidas en diarios y revistas de París, de Madrid, en La Nación de Buenos Aires (leer fecha del 22/1/77), en El Tiempo, de Bogotá, en La Razón y La Opinión, de Buenos Aires (también en 1977), en Hamburgo, etcétera. No debemos olvidar, señores escribientes ideológicos en decadencia, el ensayo publicado a fines de 1976 en Buenos Aires, titulado Nuestro tiempo de desprecio. ¿Dónde estaban ustedes, muchachitos, y qué hacían además de masturbarse con la mano izquierda?
»Lo curioso (doloroso) es que escritores de más aceptable nivel, algunos pertenecientes al «boom» [2], como ya no tienen donde apoyarse, pasaron de compañeros de viaje del socialismo, a formar parte del fascismo contemporáneo; revolucionarios de salón, huyeron de sus posturas cuando las papas quemaban, para deglutir postres más apetecibles. Jamás se jugaron la vida por sus ideas y hoy los vemos convertidos en especialistas de marketing literario. Bailen, cerdos —escribe Kafka en su Diario—, a mí qué me importa.
[1] En cursiva, en el original.
[2] El autor hace una obvia alusión a Mario Vargas Llosa.
Catania, Carlos. Genio y figura de Ernesto Sábato, Editorial Eudeba, 1997.
lunes, 21 de marzo de 2011
Los sueños y la poesía, de Jorge Luis Borges
The Nightmare, Füseli
El siguiente texto es una degrabación de una conferencia dictada por Jorge Luis Borges el 19 de septiembre de 1980 la EFBA y que luego salió publicado en un libro titulado: Borges en la Escuela Freudiana de Buenos Aires (ed. Agalma).
LOS SUEÑOS Y LA POESÍA
Señoras, señores:
Los sueños son el género; la pesadilla, la especie. Hablaré de los sueños y, después, de las pesadillas.
Estuve releyendo estos días libros de psicología. Me sentí singularmente defraudado. En todos ellos se hablaba de los instrumentos o de los temas de los sueños (voy a poder justificar esta palabra más adelante) y no se hablaba, lo que yo hubiera deseado, sobre lo asombroso, lo extraño del hecho de soñar.
Así, en un libro de psicología que yo aprecio mucho, The Mind of Man, de Gustav Spiller, se decía que los sueños corresponden al plano más bajo de la actividad mental —yo tengo para mí que es un error— y luego se hablaba de las incoherencias, de lo inconexo de las fábulas de los sueños. Quiero recordar a Groussac y su admirable estudio (ojalá pudiera recordarlo y repetirlo aquí) titulado “Entre sueños”. Groussac, al final de ese estudio que está en El viaje intelectual, creo que en el segundo volumen, dice que es asombroso el hecho de que cada mañana nos despertemos cuerdos —o relativamente cuerdos, digamos— después de haber pasado por esa zona de sombras, por esos laberintos de los sueños.
El examen de los sueños ofrece una dificultad especial. No podemos examinar los sueños directamente. Podemos hablar de la memoria de los sueños. Y posiblemente la memoria de los sueños no se corresponda directamente con los sueños. Un gran escritor del siglo diecisiete, Sir Thomas Browne, creía que nuestra memoria de los sueños es más pobre que la espléndida realidad. Otros, en cambio, creen que mejoramos los sueños: es decir, si pensamos que el sueño es una obra de ficción ( y yo creo que lo es) posiblemente sigamos fabulando en el momento de despertarnos y cuando, después, los contamos. Recuerdo ahora el libro de Dunne, An Experiment with Time. No estoy de acuerdo con su teoría, pero es tan hermosa que merece ser recordada. Pero antes, para simplificarla (voy yendo de un libro a otro, mis memorias son muy superiores a mis pensamientos) quiero recordar el gran libro de Boecio De consolatione philosophiae, que Dante sin duda leyó o releyó, como leyó o releyó toda la literatura de la Edad Media. Boecio, llamado el último romano, el senador Boecio, imagina un espectador de una carrera de caballos.
El espectador está en el hipódromo y ve, desde su palco, los caballos y la partida, las vicisitudes de la carrera, la llegada de uno de los caballos a la meta, y todo lo ve sucesivamente. Pero Boecio imagina otro espectador. Ese otro espectador es espectador del espectador y espectador de la carrera: es, previsiblemente, Dios. Y Dios ve toda la carrera, ve en un solo instante eterno, en su instantánea eternidad, la partida de los caballos, las vicisitudes, la llegada a la meta. Todo lo ve de un solo vistazo y de igual modo ve toda la historia universal. Así Boecio salva las dos nociones: la idea del libre albedrío y la idea de la Providencia. De igual modo que el espectador ve toda la carrera y no influye en ella (salvo que la ve sucesivamente), Dios ve toda nuestra carrera, desde la cuna hasta la sepultura, pero no influye en lo que hacemos. Nosotros obramos libremente, pero Dios ya sabe —Dios ya sabe en este momento, digamos— nuestro destino final. Dios ve así la historia universal, lo que sucede a la historia universal; ve todo eso en un solo espléndido, vertiginoso instante que es la eternidad.
Dunne es un escritor inglés de este siglo. No conozco título más interesante que el de su libro, Un experimento con el tiempo. En él imagina que cada uno de nosotros posee una suerte de modesta eternidad personal: a esa modesta eternidad la poseemos cada noche. Es decir, esta noche dormiremos, esta noche soñaremos que es miércoles. Y soñaremos con el miércoles y con el día siguiente, con el jueves, quizá con el viernes, quizá con el martes... A cada hombre le está dado, con el sueño, una pequeña eternidad personal que le permite ver su pasado cercano y su porvenir cercano.
Todo esto el soñador lo ve de un solo vistazo, de igual modo que Dios, desde su vasta eternidad, ve todo el proceso cósmico. Ahora, bien ¿qué sucede al despertar? Sucede que, como estamos acostumbrados a la vida sucesiva, damos forma narrativa a nuestro sueño, pero nuestro sueño ha sido múltiple y ha sido simultáneo.
Veamos un ejemplo muy sencillo. Vamos a suponer que yo sueño con un hombre, simplemente la imagen de un hombre (se trata de un sueño muy pobre) y luego, inmediatamente, sueño la imagen de un árbol. Al despertarme, puedo dar a ese sueño tan simple una complejidad que no le pertenece: puedo pensar que he soñado un hombre que se convierte en árbol, que era un árbol. Modifico los hechos, ya estoy fabulando.
No sabemos exactamente qué sucede durante los sueños: no es imposible que durante los sueños estemos en el cielo, estemos en el infierno, quizá seamos alguien, alguien que es lo que Shakespeare llamó “the thing I am”, “la cosa que soy”, quizá seamos la cosa que soy, quizá seamos nosotros, quizá seamos la Divinidad. Esto se olvida al despertar. Sólo podemos examinar de los sueños su memoria, su pobre memoria.
He leído también el libro de Frazer, un escritor, desde luego, sumamente ingenioso, pero también muy crédulo, ya que parece aceptar todo cuanto le cuentan los viajeros. Según Frazer, los salvajes no distinguen entre la vigilia y el sueño. Para ellos, los sueños son un episodio de la vigilia. Así, según Frazer, o según los viajeros que leyó Frazer, un salvaje sueña que sale por el bosque y que mata a un león; cuando se despierta, piensa que su alma ha abandonado su cuerpo y que ha matado a un león en sueños. O, si queremos complicar un poco más las cosas, podemos suponer que ha matado al sueño de un león. Todo esto es posible, y, desde luego, esta idea de los salvajes coincide con la idea de los niños que no distinguen muy bien entre la vigilia y el sueño.
Referiré un recuerdo personal. Un sobrino mío, tendría cinco o seis años entonces —mis fechas son bastante falibles—, me contaba sus sueños cada mañana. Recuerdo que una mañana (él estaba sentado en el suelo) le pregunté qué había soñado. Dócilmente, sabiendo que yo tenía ese hobby, me dijo: “Anoche soñé que estaba perdido en el bosque, tenía miedo, pero llegué a un claro y había una casa blanca, de madera, con una escalera que daba toda la vuelta y con escalones como un corredor y además una puerta, por esa puerta saliste vos”. Se interrumpió bruscamente y agregó: “Decime, ¿qué estabas haciendo en esa casita?”
Todo corría para él en un solo plano, la vigilia y el sueño. Lo que nos lleva a otra hipótesis, a la hipótesis de los místicos, la hipótesis de los metafísicos, la hipótesis contraria que, sin embargo, se confunde con ella.
Para el salvaje o para el niño, los sueños son un episodio de la vigilia, pero para los poetas y los místicos no es imposible que toda la vigilia sea un sueño. Esto lo dice, de modo seco y lacónico, Calderón: la vida es sueño. Y lo dice, ya con una imagen, Shakespeare: “estamos hechos de la misma madera que nuestros sueños”; y, espléndidamente, lo dice el poeta austríaco Walter von der Vogelweide, quien se pregunta (lo diré en mi mal alemán primero y luego en mi mejor español): “Ist es mein Leben geträumt oder ist es wahr?”: “¿He soñado mi vida, o fue un sueño?” No está seguro. Lo que nos lleva, desde luego, al solipsismo; a la sospecha de que sólo hay un soñador y ese soñador es cada uno de nosotros. Ese soñador en este momento, —tratándose de mí—, en este momento está soñándolos a ustedes; está soñando esta sala y esta conferencia. Hay un solo soñador; ese soñador sueña todo el proceso cósmico, sueña toda la historia universal anterior, sueña incluso su niñez, su mocedad. Todo esto puede no haber ocurrido: en ese momento empieza a existir, empieza a soñar y es cada uno de nosotros; no nosotros, es cada uno. En este momento yo estoy soñando que estoy pronunciando una conferencia en la calle Charcas, que estoy buscando los temas —y quizá no dando con ellos—, estoy soñando con ustedes, pero no, no es verdad. Cada uno de ustedes está soñando conmigo y con los otros.
Tenemos esas dos imaginaciones: la de considerar que los sueños son parte de la vigilia, y la otra, la espléndida, la de los poetas, la de considerar que toda la vigilia es un sueño. No hay diferencia entre las dos materias. La idea llega al artículo de Groussac: no hay diferencia en nuestra actividad mental. Podemos estar despiertos, podemos dormir y soñar y nuestra actividad mental es la misma. Y cita, precisamente, aquella frase de Shakespeare: “estamos hechos de la misma madera que nuestros sueños”.
Hay otro tema que no puede eludirse: los sueños proféticos. Es propia de una mentalidad avanzada la idea de los sueños que corresponden a la realidad, ya que hoy distinguimos los dos planos.
Hay un pasaje en la Odisea en el que se habla de dos puertas, la de cuerno y la de marfil. Por la puerta de marfil llegan a los hombres los sueños falsos y por la de cuerno, los sueños verdaderos o proféticos. Y hay un pasaje en la Eneida (un pasaje que ha provocado innumerables comentarios): en el libro noveno, o en el undécimo, no estoy seguro, Eneas desciende a los Campos Elíseos, más allá de las Columnas de Hércules: conversa con las grandes sombras de Aquiles, de Tiresias; ve la sombra de su madre, quiere abrazarla pero no puede porque está hecha de sombra; y ve, además, la futura grandeza de la ciudad que él fundará. Ve a Rómulo, a Remo, el campo y, en ese campo, ve al futuro Foro Romano, la futura grandeza de Roma, la grandeza de Augusto, ve toda la futura grandeza imperial. Y después de haber visto todo eso, después de haber conversado con sus contemporáneos, que son gente futura para Eneas, Eneas vuelve a la tierra. Entonces ocurre lo curioso, lo que no ha sido bien explicado, salvo por un comentador anónimo que creo que ha dado con la verdad. Eneas vuelve por la puerta de marfil y no por la de cuerno. ¿Por qué? El comentador nos dice por qué: porque realmente no estamos en la realidad. Para Virgilio, el mundo verdadero era posiblemente el mundo platónico, el mundo de los arquetipos. Eneas pasa por la puerta de marfil porque entra en el mundo de los sueños, es decir, en lo que llamamos vigilia.
Bueno, todo esto puede ser.
Ahora llegamos a la especie, a la pesadilla. No será inútil recordar los nombres de la pesadilla.
El nombre español no es demasiado venturoso: el diminutivo parece quitarle fuerza. En otras lenguas los nombres son más fuertes. En griego la palabra es efialtes: efialtes es el demonio que inspira la pesadilla. En latín tenemos el incubus. El íncubo es el demonio que oprime al durmiente y le inspira la pesadilla. En alemán tenemos una palabra muy curiosa: Alp, que vendría a significar el elfo y la opresión del elfo, la misma idea de un demonio que inspira la pesadilla. Y hay un cuadro, un cuadro que De Quincey, uno de los grandes soñadores de pesadillas de la literatura, vio. Un cuadro de Fussele o Füssli (era su verdadero nombre, pintor suizo del siglo dieciocho) que se llama The Nightmare, La pesadilla. Una muchacha está acostada. Se despierta y se aterra porque ve que sobre su vientre se ha acostado un monstruo, un monstruo que es pequeño, negro y maligno. Ese monstruo es la pesadilla. Cuando Füssli pintó ese cuadro estaba pensando en la palabra Alp, en la opresión del elfo.
Llegamos ahora a la palabra más sabia y ambigua, el nombre inglés de la pesadilla: the nightmare, que significa para nosotros “la yegua de la noche”. Shakespeare la entendió así. Hay un verso suyo que dice “I met the night mare”, “me encontré con la yegua de la noche”. Se ve que la concibe como una yegua. Hay otro poema que ya dice deliberadamente “the nightmare and her nine foals”, “la pesadilla y sus nueve potrillos”, donde la ve como una yegua también.
Pero según los etimólogos la raíz es distinta. La raíz sería niht mare o niht maere, el demonio de la noche. El doctor Johnson, en su famoso diccionario, dice que esto corresponde a la mitología nórdica —a la mitología sajona, diríamos nosotros—, que ve a la pesadilla como producida por un demonio; lo cual haría juego, o sería una traducción, quizá, del efialtes griego o del incubus latino.
Hay otra interpretación que puede servirnos y que haría que esa palabra inglesa nightmare estuviese relacionada con Märchen, en alemán. Märchen quiere decir fábula, cuento de hadas, ficción; entonces nightmare sería la ficción, la fábula de la noche. Ahora bien, el hecho de concebir nightmare como “la yegua de la noche” (hay algo de terrible en lo de “yegua de la noche”), fue como un don para Víctor Hugo. Hugo dominaba el inglés y escribió un libro demasiado olvidado sobre Shakespeare. En uno de sus poemas, que está en Les contemplations, creo, habla de “le cheval noir de la nuit”, “el caballo negro de la noche”, la pesadilla. Sin duda estaba pensando en la palabra inglesa nightmare.
Ya que hemos visto estas diversas etimologías, tenemos en francés la palabra cauchemar, vinculada, sin duda, con la nightmare del inglés. En todas ellas hay una idea (yo voy a volver sobre ella) de origen demoníaco, la idea de un demonio que causa la pesadilla. Creo que no se trata simplemente de una superstición: creo que puede haber —y estoy hablando con toda ingenuidad y toda sinceridad—, algo verdadero en este concepto.
Entremos en la pesadilla, en las pesadillas. Las mías son siempre las mismas. Yo diría que tengo dos pesadillas que pueden llegar a confundirse. Tengo la pesadilla del laberinto y esto se debe, en parte, a un grabado en acero que vi en un libro francés cuando era chico. En ese grabado estaban las siete maravillas del mundo y entre ellas el laberinto de Creta. El laberinto era un gran anfiteatro, un anfiteatro muy alto (y esto se veía porque era más alto que los cipreses y que los hombres a su alrededor). En ese edificio cerrado, ominosamente cerrado, había grietas. Yo creía (o creo ahora haber creído) cuando era chico, que si tuviera una lupa lo suficientemente fuerte podría ver, mirar por una de las grietas del grabado, al Minotauro en el terrible centro del laberinto.
Mi otra pesadilla es la del espejo. Pero no son distintas, ya que bastan dos espejos opuestos para construir un laberinto. Recuerdo haber visto en la casa de Dora de Alvear, en Belgrano, una habitación circular cuyas paredes y puertas eran de espejo, de modo que quien entraba en esa habitación estaba en el centro de un laberinto realmente infinito.
Siempre sueño con laberintos o con espejos. En el sueño del espejo aparece otra visión, otro terror de mis noches, que es la idea de las máscaras. Siempre las máscaras me dieron miedo. Sin duda sentí en la infancia que si alguien usaba una máscara estaba ocultando algo horrible. A veces (éstas son mis pesadillas más terribles) me veo reflejado en un espejo, pero me veo reflejado con una máscara. Tengo miedo de arrancar la máscara porque tengo miedo de ver mi verdadero rostro, que imagino atroz. Ahí puede estar la lepra o el mal o algo más terrible que cualquier imaginación mía.
Un rasgo curioso en mis pesadillas, no sé si ustedes lo comparten conmigo, es que tienen una topografía exacta. Yo, por ejemplo, siempre sueño con esquinas determinadas de Buenos Aires. Tengo la esquina de Laprida y Arenales o la de Balcarce y Chile. Sé exactamente dónde estoy y sé que debo dirigirme a algún lugar lejano. Estos lugares en el sueño tienen una topografía precisa pero son completamente distintos. Pueden ser desfiladeros, pueden ser ciénagas, pueden ser junglas, eso no importa: yo sé que estoy exactamente en tal esquina de Buenos Aires. Trato de encontrar mi camino.
Como quiera que sea, en las pesadillas lo importante no son las imágenes. Lo importante, como Coleridge —decididamente estoy citando a los poetas— descubrió, es la impresión que producen los sueños. Las imágenes son lo de menos, son efectos. Ya dije al principio que había leído muchos tratados de psicología en los que no encontré textos de poetas, que son singularmente iluminativos.
Veamos uno de Petronio. Una línea de Petronio citada por Addison. Dice que el alma, cuando está libre de la carga del cuerpo, juega. “El alma, sin el peso del cuerpo, juega.” Por su parte, Góngora, en un soneto, expresa con exactitud la idea de que los sueños y la pesadilla, desde luego, son ficciones, son creaciones literarias:
El sueño, autor de representaciones,
en su teatro sobre el viento armado
sombras suele vestir de bulto bello.
El sueño es una representación. La idea la retomó Addison a principios del siglo dieciocho en un excelente artículo publicado en la revista The Spectator.
He citado a Thomas Browne. Dice que los sueños nos dan una idea de la excelencia del alma, ya que el alma está libre del cuerpo y da en jugar y soñar. Cree que el alma goza de libertad. Y Addison dice que, efectivamente, el alma, cuando está libre de la traba del cuerpo, imagina, y puede imaginar con una facilidad que no suele tener en la vigilia. Agrega que de todas las operaciones del alma (de la mente, diríamos ahora, ahora no usamos la palabra alma), la más difícil es la invención. Sin embargo, en el sueño inventamos de un modo tan rápido que equivocamos nuestro pensamiento con lo que estamos inventando. Soñamos leer un libro y la verdad es que estamos inventando cada una de las palabras del libro, pero no nos damos cuenta y lo tomamos por ajeno. He notado en muchos sueños ese trabajo previo, digamos, ese trabajo de preparación de las cosas.
Recuerdo cierta pesadilla que tuve. Ocurrió, lo sé, en la calle Serrano, creo que en Serrano y Soler, salvo que no parecía Serrano y Soler, el paisaje era muy distinto: pero yo sabía que era en la vieja calle Serrano, de Palermo. Me encontraba con un amigo, un amigo que ignoro: lo veía y estaba muy cambiado. Yo nunca había visto su cara pero sabía que su cara no podía ser ésa. Estaba muy cambiado, muy triste. Su rostro estaba cruzado por la pesadumbre, por la enfermedad, quizá por la culpa. Tenía la mano derecha dentro del saco (esto es importante para el sueño). No podía verle la mano, que ocultaba del lado del corazón. Entonces lo abracé, sentí que necesitaba que lo ayudara: “Pero, mi pobre Fulano, ¿qué te ha pasado? ¡Qué cambiado estás!” Me respondió: “Sí, estoy muy cambiado.” Lentamente fue sacando la mano. Cuando la sacó, pude ver que era la mano era la garra de un pájaro.
Lo extraño es que desde el principio el hombre tenía la mano escondida. Sin saberlo, yo había preparado esa invención: que el hombre tuviera una garra de pájaro y que viera lo terrible del cambio, lo terrible de su desdicha, ya que estaba convirtiéndose en un pájaro. También ocurre en los sueños: nos preguntan algo y no sabemos qué contestar, nos dan la respuesta y quedamos atónitos. La contestación puede ser absurda, pero es exacta en el sueño. Todo lo habíamos preparado. Llego a la conclusión, ignoro si es científica, de que los sueños son la actividad estética más antigua.
Sabemos que los animales sueñan. Hay versos latinos en los que se habla del lebrel que ladra tras la liebre que persigue en sueños. Tendríamos en los sueños, pues, la más antigua de las actividades estéticas; muy curiosa porque es de orden dramático. Quiero agregar lo que dice Addison (confirmando, sin saberlo, a Góngora) sobre el sueño, autor de representaciones. Addison observa que en el sueño somos el teatro, el auditorio, los actores, el argumento, las palabras que oímos. Todo lo hacemos de modo inconsciente y todo tiene una vividez que no suele tener en la realidad. Hay personas que tienen sueños débiles, inseguros (al menos, así me lo dicen). Mis sueños son muy vívidos.
Volvamos a Coleridge. Dice que no importa lo que soñamos, que el sueño busca explicaciones. Toma un ejemplo: aparece un león aquí y todos sentimos miedo: el miedo ha sido causado por la imagen del león. O bien: estoy acostado, me despierto, veo que un animal está sentado encima de mí, y siento miedo. Pero en el sueño puede ocurrir lo contrario. Podemos sentir la opresión y ésta busca una explicación. Entonces yo, absurdamente, pero vívidamente, sueño que una esfinge se me ha acostado encima. La esfinge no es la causa del terror, es una explicación de la opresión sentida. Coleridge agrega que a personas a las que se ha asustado con un falso fantasma se han vuelto locas. En cambio, una persona que sueña con un fantasma, se despierta y al cabo de algunos minutos, o algunos segundos, puede recuperar la tranquilidad.
Yo he tenido —y tengo— muchas pesadillas. A la más terrible, la que me pareció la más terrible, la usé para un soneto. Fue así: yo estaba en mi habitación; amanecía (posiblemente ésa era la hora en el sueño), y al pie de la cama estaba un rey, un rey muy antiguo, y yo sabía en el sueño que ese rey era un rey del Norte, de Noruega. No me miraba: fijaba su mirada ciega en el cielorraso. Yo sabía que era un rey muy antiguo porque su cara era una cara imposible ahora. Entonces sentí el terror de esa presencia. Veía al rey, veía su espada, veía su perro. Al cabo, desperté. Pero seguí viendo al rey durante un rato, porque me había impresionado. Referido, mi sueño es nada; soñado, fue terrible.
Quiero referirles una pesadilla que en estos días me contó Susana Bombal. No sé si contada tendrá efecto; posiblemente, no. Ella soñó que estaba en una habitación abovedada, la parte superior en tinieblas. De la tiniebla caía una tela negra deshilachada. Ella tenía en la mano unas tijeras grandes, algo incómodas. Tenía que cortar las hilachas que pendían de la tela y que eran muchas. Lo que ella veía abarcaría un metro y medio de ancho y un metro y medio de largo, y luego se perdía en las tinieblas superiores. Cortaba y sabía que nunca llegaría al fin. Y tuvo la sensación de horror que es la pesadilla, porque la pesadilla es, ante todo, la sensación del horror.
He contado dos pesadillas verdaderas y ahora voy a contar dos pesadillas de la literatura, que posiblemente fueron verdaderas también. En la conferencia anterior hablé de Dante, me referí al nobile castello del Infierno. Refiere Dante cómo él, guiado por Virgilio, llega al primer círculo y ve que Virgilio palidece. Piensa: si Virgilio palidece al entrar al Infierno, que es su morada eterna, ¿cómo no he yo de sentir miedo? Se lo dice a Virgilio, que está aterrado. Pero Virgilio lo urge: “Yo iré delante”. Entonces llegan, y llegan inesperadamente, porque se oyen, además, infinitos ayes; pero ayes que no son de dolor físico, son ayes que significan algo más grave.
Llegan a un noble castillo, a un nobile castello. Está ceñido por siete murallas que pueden ser las siete artes liberales del trivium y del cuadrivium o las siete virtudes; no importa. Posiblemente, Dante sintió que la cifra era mágica. Bastaba con esa cifra que tendría, sin duda, muchas justificaciones. Se habla asimismo de un arroyo que desaparece y de un fresco prado, que también desaparece. Cuando se acercan, lo que ven es esmalte. Ven, no el pasto, que es una cosa viva, sino una cosa muerta. Avanzan hacia ellos cuatro sombras, que son las sombras de los grandes poetas de la Antigüedad. Ahí está Homero, espada en mano; ahí está Ovidio, está Lucano, está Horacio. Virgilio le dice que salude a Homero, a quien Dante tanto reverenció y nunca leyó. Y le dice: onorate l’altissimo poeta. Homero avanza, espada en mano, y admite a Dante como el sexto en su compañía. Dante, que no ha escrito todavía la Divina Comedia, porque la está escribiendo en ese momento, se sabe capaz de escribirla.
Después le dicen cosas que no conviene repetir. Podemos pensar en un pudor del florentino, pero creo que hay una razón más honda. Habla de quienes habitan el noble castillo: allí están las grandes sombras de los paganos, de los musulmanes también: todos hablan lenta y suavemente, tienen rostros de gran autoridad, pero están privados de Dios. Ahí está la ausencia de Dios, ellos saben que están condenados a ese eterno castillo, a ese castillo eterno y decoroso, pero terrible.
Está Aristóteles, el maestro de quienes saben. Están los filósofos presocráticos, está Platón, está también, solo y aparte, el gran sultán Saladino. Están todos aquellos grandes paganos que no pudieron ser salvados porque les faltaba el bautismo, que no pudieron ser salvados por Cristo, de quien Virgilio habla pero a quien no puede nombrar en el Infierno: lo llama un poderoso. Podríamos pensar que Dante no había descubierto aún su talento dramático, no sabía aún que podía hacer hablar a sus personajes. Podríamos lamentar que Dante no nos repita las grandes palabras, sin duda dignas, que Homero, esa gran sombra, le dijo con la espada en la mano. Pero también podemos sentir que Dante comprendió que era mejor que todo fuera silencioso, que todo fuera terrible en el castillo. Hablan con las grandes sombras. Dante las enumera: habla de Séneca, de Platón, de Aristóteles, de Saladino, de Averroes. Los menciona y no hemos oído una sola palabra, pero es mejor que así sea.
Yo diría que si pensamos en el Infierno, el infierno no es una pesadilla; es simplemente una cámara de tortura. Ocurren cosas atroces, pero no hay el ambiente de pesadilla que hay en el “noble castillo”. Eso lo ofrece Dante, quizá por primera vez en la literatura.
Hay otro ejemplo, que fue elogiado por De Quincey. Está en el libro segundo de The Prelude, de Wordsworth. Dice Wordsworth que estaba preocupado —esta preocupación es rara, si pensamos que escribía a principios del siglo diecinueve— por el peligro que corrían las artes y las ciencias, que estaban a merced de un cataclismo cósmico cualquiera. En aquel tiempo no se pensaba en esos cataclismos; ahora podemos pensar que toda la obra de la humanidad, la humanidad misma, puede ser destruida en cualquier momento. Pensamos en la bomba atómica. Bien; Wordsworth cuenta que conversó con un amigo. Pensó: ¡qué horror, qué horror pensar que las grandes obras de la humanidad, que las ciencias, que las artes estén a merced de un cataclismo cósmico cualquiera! El amigo le confiesa que también él ha sentido ese temor. Y Wordsworth le dice: he soñado eso...
Y ahora viene el sueño que me parece la perfección de la pesadilla, porque ahí están los dos elementos de la pesadilla: episodios de malestares físicos, de una persecución, y el elemento del horror, de lo sobrenatural. Wordsworth nos dice que estaba en una gruta frente al mar, que era la hora del mediodía, que estaba leyendo en el Quijote, uno de sus libros preferidos, las aventuras del caballero andante que Cervantes historia. No lo menciona directamente, pero ya sabemos de quién se trata. Agrega: “Dejé el libro, me puse a pensar; pensé, precisamente, en el tema de las ciencias y las artes y luego llegó la hora.” La poderosa hora del mediodía, del bochorno del mediodía, en que Wordsworth, sentado en su gruta frente al mar (alrededor están la playa, las arenas amarillas), recuerda: “El sueño se apoderó de mí y entré en el sueño”.
Se ha quedado dormido en la gruta, frente al mar, entre las arenas doradas de la playa. En el sueño lo cerca la arena, un Sahara de arena negra. No hay agua, no hay mar. Está en el centro del desierto —en el desierto se está siempre en el centro— y está horrorizado pensando qué puede hacer para huir del desierto, cuando ve que a su lado hay alguien. Extrañamente, es un árabe de la tribu de los beduinos, que cabalga sobre un camello y tiene en la mano derecha una lanza. Bajo el brazo izquierdo tiene una piedra; y en la mano un caracol. El árabe le dice que su misión es salvar las artes y las ciencias y le acerca el caracol al oído; el caracol es de extraordinaria belleza. Wordsworth (“en un idioma que yo no conocía pero que entendí”) nos dice que oyó la profecía: una suerte de oda apasionada, profetizando que la Tierra estaba a punto de ser destruida por el diluvio que la ira de Dios envía. El árabe le dice que es verdad, que el diluvio se acerca, pero que él tiene una misión: salvar el arte y las ciencias. Le muestra la piedra. Y la piedra es, curiosamente, la Geometría de Euclides, sin dejar de ser una piedra. Luego le acerca el caracol, y el caracol es también un libro: es el que le ha dicho esas cosas terribles. El caracol es, además, toda la poesía del mundo, incluso, ¿por qué no?, el poema de Wordsworth. El beduino le dice: “Tengo que salvar estas dos cosas, la piedra y el caracol, ambos libros”. Vuelve hacia atrás la cara y hay un momento en que ve Wordsworth que el rostro del beduino cambia, se llena de horror. Él también mira hacia atrás y ve una gran luz, una luz que ya ha inundado la mitad del desierto. Es la de las aguas del diluvio que va a destruir la Tierra. El beduino se aleja y Wordsworth ve que el beduino también es Don Quijote y el camello también es Rocinante, y que de igual modo que la piedra es un libro y el caracol un libro, el beduino es Don Quijote y no es ninguna de las dos cosas y las dos cosas a un tiempo. Esta dualidad corresponde al horror del sueño. Wordsworth, en ese momento, despierta en un grito de terror, porque las aguas ya lo alcanzan.
Creo que esta pesadilla es una de las más hermosas de la literatura.
Podemos derivar dos conclusiones, al menos durante el transcurso de esta noche; ya después cambiará nuestra opinión. La primera es que los sueños son una obra estética, quizá la expresión estética más antigua. Toma una forma extrañamente dramática, ya que somos, como dijo Addison, el teatro, el espectador, los actores, la fábula. La segunda se refiere al horror de la pesadilla. Nuestra vigilia abunda en momentos terribles: todos sabemos que hay momentos en que nos abruma la realidad. Ha muerto una persona querida, una persona querida nos ha dejado, son tantos los motivos de tristeza, de desesperación... Sin embargo, esos motivos no se parecen a la pesadilla; la pesadilla tiene un horror peculiar y ese horror peculiar puede expresarse mediante cualquier fábula. Puede expresarse mediante el beduino que también es Don Quijote en Wordsworth; mediante las tijeras y las hilachas, mediante mi sueño del rey, mediante las pesadillas famosas de Poe. Pero hay algo: es el sabor de la pesadilla. En los tratados que he consultado no se habla de ese horror.
Aquí tendríamos la posibilidad de una interpretación teológica, lo que vendría a estar de acuerdo con la etimología. Tomo cualquiera de las palabras: digamos, incubus, latina, o nightmare, sajona, o Alp, alemana. Todas sugieren algo sobrenatural. Pues bien, ¿y si las pesadillas fueran estrictamente sobrenaturales? ¿Si las pesadillas fueran grietas del infierno? ¿Si en las pesadillas estuviéramos literalmente en el infierno? ¿Por qué no? Todo es tan raro que aún eso es posible.
LOS SUEÑOS Y LA POESÍA
Señoras, señores:
Los sueños son el género; la pesadilla, la especie. Hablaré de los sueños y, después, de las pesadillas.
Estuve releyendo estos días libros de psicología. Me sentí singularmente defraudado. En todos ellos se hablaba de los instrumentos o de los temas de los sueños (voy a poder justificar esta palabra más adelante) y no se hablaba, lo que yo hubiera deseado, sobre lo asombroso, lo extraño del hecho de soñar.
Así, en un libro de psicología que yo aprecio mucho, The Mind of Man, de Gustav Spiller, se decía que los sueños corresponden al plano más bajo de la actividad mental —yo tengo para mí que es un error— y luego se hablaba de las incoherencias, de lo inconexo de las fábulas de los sueños. Quiero recordar a Groussac y su admirable estudio (ojalá pudiera recordarlo y repetirlo aquí) titulado “Entre sueños”. Groussac, al final de ese estudio que está en El viaje intelectual, creo que en el segundo volumen, dice que es asombroso el hecho de que cada mañana nos despertemos cuerdos —o relativamente cuerdos, digamos— después de haber pasado por esa zona de sombras, por esos laberintos de los sueños.
El examen de los sueños ofrece una dificultad especial. No podemos examinar los sueños directamente. Podemos hablar de la memoria de los sueños. Y posiblemente la memoria de los sueños no se corresponda directamente con los sueños. Un gran escritor del siglo diecisiete, Sir Thomas Browne, creía que nuestra memoria de los sueños es más pobre que la espléndida realidad. Otros, en cambio, creen que mejoramos los sueños: es decir, si pensamos que el sueño es una obra de ficción ( y yo creo que lo es) posiblemente sigamos fabulando en el momento de despertarnos y cuando, después, los contamos. Recuerdo ahora el libro de Dunne, An Experiment with Time. No estoy de acuerdo con su teoría, pero es tan hermosa que merece ser recordada. Pero antes, para simplificarla (voy yendo de un libro a otro, mis memorias son muy superiores a mis pensamientos) quiero recordar el gran libro de Boecio De consolatione philosophiae, que Dante sin duda leyó o releyó, como leyó o releyó toda la literatura de la Edad Media. Boecio, llamado el último romano, el senador Boecio, imagina un espectador de una carrera de caballos.
El espectador está en el hipódromo y ve, desde su palco, los caballos y la partida, las vicisitudes de la carrera, la llegada de uno de los caballos a la meta, y todo lo ve sucesivamente. Pero Boecio imagina otro espectador. Ese otro espectador es espectador del espectador y espectador de la carrera: es, previsiblemente, Dios. Y Dios ve toda la carrera, ve en un solo instante eterno, en su instantánea eternidad, la partida de los caballos, las vicisitudes, la llegada a la meta. Todo lo ve de un solo vistazo y de igual modo ve toda la historia universal. Así Boecio salva las dos nociones: la idea del libre albedrío y la idea de la Providencia. De igual modo que el espectador ve toda la carrera y no influye en ella (salvo que la ve sucesivamente), Dios ve toda nuestra carrera, desde la cuna hasta la sepultura, pero no influye en lo que hacemos. Nosotros obramos libremente, pero Dios ya sabe —Dios ya sabe en este momento, digamos— nuestro destino final. Dios ve así la historia universal, lo que sucede a la historia universal; ve todo eso en un solo espléndido, vertiginoso instante que es la eternidad.
Dunne es un escritor inglés de este siglo. No conozco título más interesante que el de su libro, Un experimento con el tiempo. En él imagina que cada uno de nosotros posee una suerte de modesta eternidad personal: a esa modesta eternidad la poseemos cada noche. Es decir, esta noche dormiremos, esta noche soñaremos que es miércoles. Y soñaremos con el miércoles y con el día siguiente, con el jueves, quizá con el viernes, quizá con el martes... A cada hombre le está dado, con el sueño, una pequeña eternidad personal que le permite ver su pasado cercano y su porvenir cercano.
Todo esto el soñador lo ve de un solo vistazo, de igual modo que Dios, desde su vasta eternidad, ve todo el proceso cósmico. Ahora, bien ¿qué sucede al despertar? Sucede que, como estamos acostumbrados a la vida sucesiva, damos forma narrativa a nuestro sueño, pero nuestro sueño ha sido múltiple y ha sido simultáneo.
Veamos un ejemplo muy sencillo. Vamos a suponer que yo sueño con un hombre, simplemente la imagen de un hombre (se trata de un sueño muy pobre) y luego, inmediatamente, sueño la imagen de un árbol. Al despertarme, puedo dar a ese sueño tan simple una complejidad que no le pertenece: puedo pensar que he soñado un hombre que se convierte en árbol, que era un árbol. Modifico los hechos, ya estoy fabulando.
No sabemos exactamente qué sucede durante los sueños: no es imposible que durante los sueños estemos en el cielo, estemos en el infierno, quizá seamos alguien, alguien que es lo que Shakespeare llamó “the thing I am”, “la cosa que soy”, quizá seamos la cosa que soy, quizá seamos nosotros, quizá seamos la Divinidad. Esto se olvida al despertar. Sólo podemos examinar de los sueños su memoria, su pobre memoria.
He leído también el libro de Frazer, un escritor, desde luego, sumamente ingenioso, pero también muy crédulo, ya que parece aceptar todo cuanto le cuentan los viajeros. Según Frazer, los salvajes no distinguen entre la vigilia y el sueño. Para ellos, los sueños son un episodio de la vigilia. Así, según Frazer, o según los viajeros que leyó Frazer, un salvaje sueña que sale por el bosque y que mata a un león; cuando se despierta, piensa que su alma ha abandonado su cuerpo y que ha matado a un león en sueños. O, si queremos complicar un poco más las cosas, podemos suponer que ha matado al sueño de un león. Todo esto es posible, y, desde luego, esta idea de los salvajes coincide con la idea de los niños que no distinguen muy bien entre la vigilia y el sueño.
Referiré un recuerdo personal. Un sobrino mío, tendría cinco o seis años entonces —mis fechas son bastante falibles—, me contaba sus sueños cada mañana. Recuerdo que una mañana (él estaba sentado en el suelo) le pregunté qué había soñado. Dócilmente, sabiendo que yo tenía ese hobby, me dijo: “Anoche soñé que estaba perdido en el bosque, tenía miedo, pero llegué a un claro y había una casa blanca, de madera, con una escalera que daba toda la vuelta y con escalones como un corredor y además una puerta, por esa puerta saliste vos”. Se interrumpió bruscamente y agregó: “Decime, ¿qué estabas haciendo en esa casita?”
Todo corría para él en un solo plano, la vigilia y el sueño. Lo que nos lleva a otra hipótesis, a la hipótesis de los místicos, la hipótesis de los metafísicos, la hipótesis contraria que, sin embargo, se confunde con ella.
Para el salvaje o para el niño, los sueños son un episodio de la vigilia, pero para los poetas y los místicos no es imposible que toda la vigilia sea un sueño. Esto lo dice, de modo seco y lacónico, Calderón: la vida es sueño. Y lo dice, ya con una imagen, Shakespeare: “estamos hechos de la misma madera que nuestros sueños”; y, espléndidamente, lo dice el poeta austríaco Walter von der Vogelweide, quien se pregunta (lo diré en mi mal alemán primero y luego en mi mejor español): “Ist es mein Leben geträumt oder ist es wahr?”: “¿He soñado mi vida, o fue un sueño?” No está seguro. Lo que nos lleva, desde luego, al solipsismo; a la sospecha de que sólo hay un soñador y ese soñador es cada uno de nosotros. Ese soñador en este momento, —tratándose de mí—, en este momento está soñándolos a ustedes; está soñando esta sala y esta conferencia. Hay un solo soñador; ese soñador sueña todo el proceso cósmico, sueña toda la historia universal anterior, sueña incluso su niñez, su mocedad. Todo esto puede no haber ocurrido: en ese momento empieza a existir, empieza a soñar y es cada uno de nosotros; no nosotros, es cada uno. En este momento yo estoy soñando que estoy pronunciando una conferencia en la calle Charcas, que estoy buscando los temas —y quizá no dando con ellos—, estoy soñando con ustedes, pero no, no es verdad. Cada uno de ustedes está soñando conmigo y con los otros.
Tenemos esas dos imaginaciones: la de considerar que los sueños son parte de la vigilia, y la otra, la espléndida, la de los poetas, la de considerar que toda la vigilia es un sueño. No hay diferencia entre las dos materias. La idea llega al artículo de Groussac: no hay diferencia en nuestra actividad mental. Podemos estar despiertos, podemos dormir y soñar y nuestra actividad mental es la misma. Y cita, precisamente, aquella frase de Shakespeare: “estamos hechos de la misma madera que nuestros sueños”.
Hay otro tema que no puede eludirse: los sueños proféticos. Es propia de una mentalidad avanzada la idea de los sueños que corresponden a la realidad, ya que hoy distinguimos los dos planos.
Hay un pasaje en la Odisea en el que se habla de dos puertas, la de cuerno y la de marfil. Por la puerta de marfil llegan a los hombres los sueños falsos y por la de cuerno, los sueños verdaderos o proféticos. Y hay un pasaje en la Eneida (un pasaje que ha provocado innumerables comentarios): en el libro noveno, o en el undécimo, no estoy seguro, Eneas desciende a los Campos Elíseos, más allá de las Columnas de Hércules: conversa con las grandes sombras de Aquiles, de Tiresias; ve la sombra de su madre, quiere abrazarla pero no puede porque está hecha de sombra; y ve, además, la futura grandeza de la ciudad que él fundará. Ve a Rómulo, a Remo, el campo y, en ese campo, ve al futuro Foro Romano, la futura grandeza de Roma, la grandeza de Augusto, ve toda la futura grandeza imperial. Y después de haber visto todo eso, después de haber conversado con sus contemporáneos, que son gente futura para Eneas, Eneas vuelve a la tierra. Entonces ocurre lo curioso, lo que no ha sido bien explicado, salvo por un comentador anónimo que creo que ha dado con la verdad. Eneas vuelve por la puerta de marfil y no por la de cuerno. ¿Por qué? El comentador nos dice por qué: porque realmente no estamos en la realidad. Para Virgilio, el mundo verdadero era posiblemente el mundo platónico, el mundo de los arquetipos. Eneas pasa por la puerta de marfil porque entra en el mundo de los sueños, es decir, en lo que llamamos vigilia.
Bueno, todo esto puede ser.
Ahora llegamos a la especie, a la pesadilla. No será inútil recordar los nombres de la pesadilla.
El nombre español no es demasiado venturoso: el diminutivo parece quitarle fuerza. En otras lenguas los nombres son más fuertes. En griego la palabra es efialtes: efialtes es el demonio que inspira la pesadilla. En latín tenemos el incubus. El íncubo es el demonio que oprime al durmiente y le inspira la pesadilla. En alemán tenemos una palabra muy curiosa: Alp, que vendría a significar el elfo y la opresión del elfo, la misma idea de un demonio que inspira la pesadilla. Y hay un cuadro, un cuadro que De Quincey, uno de los grandes soñadores de pesadillas de la literatura, vio. Un cuadro de Fussele o Füssli (era su verdadero nombre, pintor suizo del siglo dieciocho) que se llama The Nightmare, La pesadilla. Una muchacha está acostada. Se despierta y se aterra porque ve que sobre su vientre se ha acostado un monstruo, un monstruo que es pequeño, negro y maligno. Ese monstruo es la pesadilla. Cuando Füssli pintó ese cuadro estaba pensando en la palabra Alp, en la opresión del elfo.
Llegamos ahora a la palabra más sabia y ambigua, el nombre inglés de la pesadilla: the nightmare, que significa para nosotros “la yegua de la noche”. Shakespeare la entendió así. Hay un verso suyo que dice “I met the night mare”, “me encontré con la yegua de la noche”. Se ve que la concibe como una yegua. Hay otro poema que ya dice deliberadamente “the nightmare and her nine foals”, “la pesadilla y sus nueve potrillos”, donde la ve como una yegua también.
Pero según los etimólogos la raíz es distinta. La raíz sería niht mare o niht maere, el demonio de la noche. El doctor Johnson, en su famoso diccionario, dice que esto corresponde a la mitología nórdica —a la mitología sajona, diríamos nosotros—, que ve a la pesadilla como producida por un demonio; lo cual haría juego, o sería una traducción, quizá, del efialtes griego o del incubus latino.
Hay otra interpretación que puede servirnos y que haría que esa palabra inglesa nightmare estuviese relacionada con Märchen, en alemán. Märchen quiere decir fábula, cuento de hadas, ficción; entonces nightmare sería la ficción, la fábula de la noche. Ahora bien, el hecho de concebir nightmare como “la yegua de la noche” (hay algo de terrible en lo de “yegua de la noche”), fue como un don para Víctor Hugo. Hugo dominaba el inglés y escribió un libro demasiado olvidado sobre Shakespeare. En uno de sus poemas, que está en Les contemplations, creo, habla de “le cheval noir de la nuit”, “el caballo negro de la noche”, la pesadilla. Sin duda estaba pensando en la palabra inglesa nightmare.
Ya que hemos visto estas diversas etimologías, tenemos en francés la palabra cauchemar, vinculada, sin duda, con la nightmare del inglés. En todas ellas hay una idea (yo voy a volver sobre ella) de origen demoníaco, la idea de un demonio que causa la pesadilla. Creo que no se trata simplemente de una superstición: creo que puede haber —y estoy hablando con toda ingenuidad y toda sinceridad—, algo verdadero en este concepto.
Entremos en la pesadilla, en las pesadillas. Las mías son siempre las mismas. Yo diría que tengo dos pesadillas que pueden llegar a confundirse. Tengo la pesadilla del laberinto y esto se debe, en parte, a un grabado en acero que vi en un libro francés cuando era chico. En ese grabado estaban las siete maravillas del mundo y entre ellas el laberinto de Creta. El laberinto era un gran anfiteatro, un anfiteatro muy alto (y esto se veía porque era más alto que los cipreses y que los hombres a su alrededor). En ese edificio cerrado, ominosamente cerrado, había grietas. Yo creía (o creo ahora haber creído) cuando era chico, que si tuviera una lupa lo suficientemente fuerte podría ver, mirar por una de las grietas del grabado, al Minotauro en el terrible centro del laberinto.
Mi otra pesadilla es la del espejo. Pero no son distintas, ya que bastan dos espejos opuestos para construir un laberinto. Recuerdo haber visto en la casa de Dora de Alvear, en Belgrano, una habitación circular cuyas paredes y puertas eran de espejo, de modo que quien entraba en esa habitación estaba en el centro de un laberinto realmente infinito.
Siempre sueño con laberintos o con espejos. En el sueño del espejo aparece otra visión, otro terror de mis noches, que es la idea de las máscaras. Siempre las máscaras me dieron miedo. Sin duda sentí en la infancia que si alguien usaba una máscara estaba ocultando algo horrible. A veces (éstas son mis pesadillas más terribles) me veo reflejado en un espejo, pero me veo reflejado con una máscara. Tengo miedo de arrancar la máscara porque tengo miedo de ver mi verdadero rostro, que imagino atroz. Ahí puede estar la lepra o el mal o algo más terrible que cualquier imaginación mía.
Un rasgo curioso en mis pesadillas, no sé si ustedes lo comparten conmigo, es que tienen una topografía exacta. Yo, por ejemplo, siempre sueño con esquinas determinadas de Buenos Aires. Tengo la esquina de Laprida y Arenales o la de Balcarce y Chile. Sé exactamente dónde estoy y sé que debo dirigirme a algún lugar lejano. Estos lugares en el sueño tienen una topografía precisa pero son completamente distintos. Pueden ser desfiladeros, pueden ser ciénagas, pueden ser junglas, eso no importa: yo sé que estoy exactamente en tal esquina de Buenos Aires. Trato de encontrar mi camino.
Como quiera que sea, en las pesadillas lo importante no son las imágenes. Lo importante, como Coleridge —decididamente estoy citando a los poetas— descubrió, es la impresión que producen los sueños. Las imágenes son lo de menos, son efectos. Ya dije al principio que había leído muchos tratados de psicología en los que no encontré textos de poetas, que son singularmente iluminativos.
Veamos uno de Petronio. Una línea de Petronio citada por Addison. Dice que el alma, cuando está libre de la carga del cuerpo, juega. “El alma, sin el peso del cuerpo, juega.” Por su parte, Góngora, en un soneto, expresa con exactitud la idea de que los sueños y la pesadilla, desde luego, son ficciones, son creaciones literarias:
El sueño, autor de representaciones,
en su teatro sobre el viento armado
sombras suele vestir de bulto bello.
El sueño es una representación. La idea la retomó Addison a principios del siglo dieciocho en un excelente artículo publicado en la revista The Spectator.
He citado a Thomas Browne. Dice que los sueños nos dan una idea de la excelencia del alma, ya que el alma está libre del cuerpo y da en jugar y soñar. Cree que el alma goza de libertad. Y Addison dice que, efectivamente, el alma, cuando está libre de la traba del cuerpo, imagina, y puede imaginar con una facilidad que no suele tener en la vigilia. Agrega que de todas las operaciones del alma (de la mente, diríamos ahora, ahora no usamos la palabra alma), la más difícil es la invención. Sin embargo, en el sueño inventamos de un modo tan rápido que equivocamos nuestro pensamiento con lo que estamos inventando. Soñamos leer un libro y la verdad es que estamos inventando cada una de las palabras del libro, pero no nos damos cuenta y lo tomamos por ajeno. He notado en muchos sueños ese trabajo previo, digamos, ese trabajo de preparación de las cosas.
Recuerdo cierta pesadilla que tuve. Ocurrió, lo sé, en la calle Serrano, creo que en Serrano y Soler, salvo que no parecía Serrano y Soler, el paisaje era muy distinto: pero yo sabía que era en la vieja calle Serrano, de Palermo. Me encontraba con un amigo, un amigo que ignoro: lo veía y estaba muy cambiado. Yo nunca había visto su cara pero sabía que su cara no podía ser ésa. Estaba muy cambiado, muy triste. Su rostro estaba cruzado por la pesadumbre, por la enfermedad, quizá por la culpa. Tenía la mano derecha dentro del saco (esto es importante para el sueño). No podía verle la mano, que ocultaba del lado del corazón. Entonces lo abracé, sentí que necesitaba que lo ayudara: “Pero, mi pobre Fulano, ¿qué te ha pasado? ¡Qué cambiado estás!” Me respondió: “Sí, estoy muy cambiado.” Lentamente fue sacando la mano. Cuando la sacó, pude ver que era la mano era la garra de un pájaro.
Lo extraño es que desde el principio el hombre tenía la mano escondida. Sin saberlo, yo había preparado esa invención: que el hombre tuviera una garra de pájaro y que viera lo terrible del cambio, lo terrible de su desdicha, ya que estaba convirtiéndose en un pájaro. También ocurre en los sueños: nos preguntan algo y no sabemos qué contestar, nos dan la respuesta y quedamos atónitos. La contestación puede ser absurda, pero es exacta en el sueño. Todo lo habíamos preparado. Llego a la conclusión, ignoro si es científica, de que los sueños son la actividad estética más antigua.
Sabemos que los animales sueñan. Hay versos latinos en los que se habla del lebrel que ladra tras la liebre que persigue en sueños. Tendríamos en los sueños, pues, la más antigua de las actividades estéticas; muy curiosa porque es de orden dramático. Quiero agregar lo que dice Addison (confirmando, sin saberlo, a Góngora) sobre el sueño, autor de representaciones. Addison observa que en el sueño somos el teatro, el auditorio, los actores, el argumento, las palabras que oímos. Todo lo hacemos de modo inconsciente y todo tiene una vividez que no suele tener en la realidad. Hay personas que tienen sueños débiles, inseguros (al menos, así me lo dicen). Mis sueños son muy vívidos.
Volvamos a Coleridge. Dice que no importa lo que soñamos, que el sueño busca explicaciones. Toma un ejemplo: aparece un león aquí y todos sentimos miedo: el miedo ha sido causado por la imagen del león. O bien: estoy acostado, me despierto, veo que un animal está sentado encima de mí, y siento miedo. Pero en el sueño puede ocurrir lo contrario. Podemos sentir la opresión y ésta busca una explicación. Entonces yo, absurdamente, pero vívidamente, sueño que una esfinge se me ha acostado encima. La esfinge no es la causa del terror, es una explicación de la opresión sentida. Coleridge agrega que a personas a las que se ha asustado con un falso fantasma se han vuelto locas. En cambio, una persona que sueña con un fantasma, se despierta y al cabo de algunos minutos, o algunos segundos, puede recuperar la tranquilidad.
Yo he tenido —y tengo— muchas pesadillas. A la más terrible, la que me pareció la más terrible, la usé para un soneto. Fue así: yo estaba en mi habitación; amanecía (posiblemente ésa era la hora en el sueño), y al pie de la cama estaba un rey, un rey muy antiguo, y yo sabía en el sueño que ese rey era un rey del Norte, de Noruega. No me miraba: fijaba su mirada ciega en el cielorraso. Yo sabía que era un rey muy antiguo porque su cara era una cara imposible ahora. Entonces sentí el terror de esa presencia. Veía al rey, veía su espada, veía su perro. Al cabo, desperté. Pero seguí viendo al rey durante un rato, porque me había impresionado. Referido, mi sueño es nada; soñado, fue terrible.
Quiero referirles una pesadilla que en estos días me contó Susana Bombal. No sé si contada tendrá efecto; posiblemente, no. Ella soñó que estaba en una habitación abovedada, la parte superior en tinieblas. De la tiniebla caía una tela negra deshilachada. Ella tenía en la mano unas tijeras grandes, algo incómodas. Tenía que cortar las hilachas que pendían de la tela y que eran muchas. Lo que ella veía abarcaría un metro y medio de ancho y un metro y medio de largo, y luego se perdía en las tinieblas superiores. Cortaba y sabía que nunca llegaría al fin. Y tuvo la sensación de horror que es la pesadilla, porque la pesadilla es, ante todo, la sensación del horror.
He contado dos pesadillas verdaderas y ahora voy a contar dos pesadillas de la literatura, que posiblemente fueron verdaderas también. En la conferencia anterior hablé de Dante, me referí al nobile castello del Infierno. Refiere Dante cómo él, guiado por Virgilio, llega al primer círculo y ve que Virgilio palidece. Piensa: si Virgilio palidece al entrar al Infierno, que es su morada eterna, ¿cómo no he yo de sentir miedo? Se lo dice a Virgilio, que está aterrado. Pero Virgilio lo urge: “Yo iré delante”. Entonces llegan, y llegan inesperadamente, porque se oyen, además, infinitos ayes; pero ayes que no son de dolor físico, son ayes que significan algo más grave.
Llegan a un noble castillo, a un nobile castello. Está ceñido por siete murallas que pueden ser las siete artes liberales del trivium y del cuadrivium o las siete virtudes; no importa. Posiblemente, Dante sintió que la cifra era mágica. Bastaba con esa cifra que tendría, sin duda, muchas justificaciones. Se habla asimismo de un arroyo que desaparece y de un fresco prado, que también desaparece. Cuando se acercan, lo que ven es esmalte. Ven, no el pasto, que es una cosa viva, sino una cosa muerta. Avanzan hacia ellos cuatro sombras, que son las sombras de los grandes poetas de la Antigüedad. Ahí está Homero, espada en mano; ahí está Ovidio, está Lucano, está Horacio. Virgilio le dice que salude a Homero, a quien Dante tanto reverenció y nunca leyó. Y le dice: onorate l’altissimo poeta. Homero avanza, espada en mano, y admite a Dante como el sexto en su compañía. Dante, que no ha escrito todavía la Divina Comedia, porque la está escribiendo en ese momento, se sabe capaz de escribirla.
Después le dicen cosas que no conviene repetir. Podemos pensar en un pudor del florentino, pero creo que hay una razón más honda. Habla de quienes habitan el noble castillo: allí están las grandes sombras de los paganos, de los musulmanes también: todos hablan lenta y suavemente, tienen rostros de gran autoridad, pero están privados de Dios. Ahí está la ausencia de Dios, ellos saben que están condenados a ese eterno castillo, a ese castillo eterno y decoroso, pero terrible.
Está Aristóteles, el maestro de quienes saben. Están los filósofos presocráticos, está Platón, está también, solo y aparte, el gran sultán Saladino. Están todos aquellos grandes paganos que no pudieron ser salvados porque les faltaba el bautismo, que no pudieron ser salvados por Cristo, de quien Virgilio habla pero a quien no puede nombrar en el Infierno: lo llama un poderoso. Podríamos pensar que Dante no había descubierto aún su talento dramático, no sabía aún que podía hacer hablar a sus personajes. Podríamos lamentar que Dante no nos repita las grandes palabras, sin duda dignas, que Homero, esa gran sombra, le dijo con la espada en la mano. Pero también podemos sentir que Dante comprendió que era mejor que todo fuera silencioso, que todo fuera terrible en el castillo. Hablan con las grandes sombras. Dante las enumera: habla de Séneca, de Platón, de Aristóteles, de Saladino, de Averroes. Los menciona y no hemos oído una sola palabra, pero es mejor que así sea.
Yo diría que si pensamos en el Infierno, el infierno no es una pesadilla; es simplemente una cámara de tortura. Ocurren cosas atroces, pero no hay el ambiente de pesadilla que hay en el “noble castillo”. Eso lo ofrece Dante, quizá por primera vez en la literatura.
Hay otro ejemplo, que fue elogiado por De Quincey. Está en el libro segundo de The Prelude, de Wordsworth. Dice Wordsworth que estaba preocupado —esta preocupación es rara, si pensamos que escribía a principios del siglo diecinueve— por el peligro que corrían las artes y las ciencias, que estaban a merced de un cataclismo cósmico cualquiera. En aquel tiempo no se pensaba en esos cataclismos; ahora podemos pensar que toda la obra de la humanidad, la humanidad misma, puede ser destruida en cualquier momento. Pensamos en la bomba atómica. Bien; Wordsworth cuenta que conversó con un amigo. Pensó: ¡qué horror, qué horror pensar que las grandes obras de la humanidad, que las ciencias, que las artes estén a merced de un cataclismo cósmico cualquiera! El amigo le confiesa que también él ha sentido ese temor. Y Wordsworth le dice: he soñado eso...
Y ahora viene el sueño que me parece la perfección de la pesadilla, porque ahí están los dos elementos de la pesadilla: episodios de malestares físicos, de una persecución, y el elemento del horror, de lo sobrenatural. Wordsworth nos dice que estaba en una gruta frente al mar, que era la hora del mediodía, que estaba leyendo en el Quijote, uno de sus libros preferidos, las aventuras del caballero andante que Cervantes historia. No lo menciona directamente, pero ya sabemos de quién se trata. Agrega: “Dejé el libro, me puse a pensar; pensé, precisamente, en el tema de las ciencias y las artes y luego llegó la hora.” La poderosa hora del mediodía, del bochorno del mediodía, en que Wordsworth, sentado en su gruta frente al mar (alrededor están la playa, las arenas amarillas), recuerda: “El sueño se apoderó de mí y entré en el sueño”.
Se ha quedado dormido en la gruta, frente al mar, entre las arenas doradas de la playa. En el sueño lo cerca la arena, un Sahara de arena negra. No hay agua, no hay mar. Está en el centro del desierto —en el desierto se está siempre en el centro— y está horrorizado pensando qué puede hacer para huir del desierto, cuando ve que a su lado hay alguien. Extrañamente, es un árabe de la tribu de los beduinos, que cabalga sobre un camello y tiene en la mano derecha una lanza. Bajo el brazo izquierdo tiene una piedra; y en la mano un caracol. El árabe le dice que su misión es salvar las artes y las ciencias y le acerca el caracol al oído; el caracol es de extraordinaria belleza. Wordsworth (“en un idioma que yo no conocía pero que entendí”) nos dice que oyó la profecía: una suerte de oda apasionada, profetizando que la Tierra estaba a punto de ser destruida por el diluvio que la ira de Dios envía. El árabe le dice que es verdad, que el diluvio se acerca, pero que él tiene una misión: salvar el arte y las ciencias. Le muestra la piedra. Y la piedra es, curiosamente, la Geometría de Euclides, sin dejar de ser una piedra. Luego le acerca el caracol, y el caracol es también un libro: es el que le ha dicho esas cosas terribles. El caracol es, además, toda la poesía del mundo, incluso, ¿por qué no?, el poema de Wordsworth. El beduino le dice: “Tengo que salvar estas dos cosas, la piedra y el caracol, ambos libros”. Vuelve hacia atrás la cara y hay un momento en que ve Wordsworth que el rostro del beduino cambia, se llena de horror. Él también mira hacia atrás y ve una gran luz, una luz que ya ha inundado la mitad del desierto. Es la de las aguas del diluvio que va a destruir la Tierra. El beduino se aleja y Wordsworth ve que el beduino también es Don Quijote y el camello también es Rocinante, y que de igual modo que la piedra es un libro y el caracol un libro, el beduino es Don Quijote y no es ninguna de las dos cosas y las dos cosas a un tiempo. Esta dualidad corresponde al horror del sueño. Wordsworth, en ese momento, despierta en un grito de terror, porque las aguas ya lo alcanzan.
Creo que esta pesadilla es una de las más hermosas de la literatura.
Podemos derivar dos conclusiones, al menos durante el transcurso de esta noche; ya después cambiará nuestra opinión. La primera es que los sueños son una obra estética, quizá la expresión estética más antigua. Toma una forma extrañamente dramática, ya que somos, como dijo Addison, el teatro, el espectador, los actores, la fábula. La segunda se refiere al horror de la pesadilla. Nuestra vigilia abunda en momentos terribles: todos sabemos que hay momentos en que nos abruma la realidad. Ha muerto una persona querida, una persona querida nos ha dejado, son tantos los motivos de tristeza, de desesperación... Sin embargo, esos motivos no se parecen a la pesadilla; la pesadilla tiene un horror peculiar y ese horror peculiar puede expresarse mediante cualquier fábula. Puede expresarse mediante el beduino que también es Don Quijote en Wordsworth; mediante las tijeras y las hilachas, mediante mi sueño del rey, mediante las pesadillas famosas de Poe. Pero hay algo: es el sabor de la pesadilla. En los tratados que he consultado no se habla de ese horror.
Aquí tendríamos la posibilidad de una interpretación teológica, lo que vendría a estar de acuerdo con la etimología. Tomo cualquiera de las palabras: digamos, incubus, latina, o nightmare, sajona, o Alp, alemana. Todas sugieren algo sobrenatural. Pues bien, ¿y si las pesadillas fueran estrictamente sobrenaturales? ¿Si las pesadillas fueran grietas del infierno? ¿Si en las pesadillas estuviéramos literalmente en el infierno? ¿Por qué no? Todo es tan raro que aún eso es posible.
Pirrón, el escéptico
El siguiente fragmento ha sido sacado del libro de Adolfo Carpio, Principios de Filosofía. La historia, sin dudas legendaria, me resultó llamativa.
«Al escepticismo absoluto o sistemático se lo llama también pirroniano porque fue Pirrón de Elis (entre 630 y 270 a. C., aproximadamente) el que lo formuló. Si puede decirse que lo haya formulado, porque Pirrón era un escéptico absoluto, es decir, negaba la posibilidad de cualquier conocimiento, fuera de lo que fuese; y por lo mismo negaba que pudiera siquiera afirmarse esto, que el “conocimiento es imposible”, puesto que ello implicaría ya cierto conocimiento —el de que no sabe nada. Pirrón, por tanto, consecuente con su pensamiento, prefería no hablar, y en última instancia, como recurso final, trataba de limitarse a señalar con el dedo.
Todo esto puede parecer extravagante, y en cierto sentido lo es; pero conviene observar dos cosas. En primer lugar, que Pirrón era hombre íntegro en el sentido de que tomaba con toda seriedad lo que enseñaba, al revés de tantos personajes cuya conducta no tiene nada que ver con sus palabras. A Pirrón hubieron de practicarle dos o tres operaciones quirúrgicas, en una época que no existían los analgésicos; pues bien, Pirrón soportó las intervenciones sin exhalar un solo grito ni emitir una sola queja, ya que gritar hubiera sido lo mismo que decir “me duele”, hubiese sido afirmar algo, algo que su escepticismo le prohibía.»
«Al escepticismo absoluto o sistemático se lo llama también pirroniano porque fue Pirrón de Elis (entre 630 y 270 a. C., aproximadamente) el que lo formuló. Si puede decirse que lo haya formulado, porque Pirrón era un escéptico absoluto, es decir, negaba la posibilidad de cualquier conocimiento, fuera de lo que fuese; y por lo mismo negaba que pudiera siquiera afirmarse esto, que el “conocimiento es imposible”, puesto que ello implicaría ya cierto conocimiento —el de que no sabe nada. Pirrón, por tanto, consecuente con su pensamiento, prefería no hablar, y en última instancia, como recurso final, trataba de limitarse a señalar con el dedo.
Todo esto puede parecer extravagante, y en cierto sentido lo es; pero conviene observar dos cosas. En primer lugar, que Pirrón era hombre íntegro en el sentido de que tomaba con toda seriedad lo que enseñaba, al revés de tantos personajes cuya conducta no tiene nada que ver con sus palabras. A Pirrón hubieron de practicarle dos o tres operaciones quirúrgicas, en una época que no existían los analgésicos; pues bien, Pirrón soportó las intervenciones sin exhalar un solo grito ni emitir una sola queja, ya que gritar hubiera sido lo mismo que decir “me duele”, hubiese sido afirmar algo, algo que su escepticismo le prohibía.»
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