viernes, 25 de marzo de 2011

Mejor no hablar de ciertas cosas, revista Sudestada



Ernesto Sabato: mejor no hablar de ciertas cosas

Por: Hugo Montero

Breve recorrida por el mapa de contradicciones, ambigüedades e hipocresías del escritor Ernesto Sabato durante los años más oscuros de nuestro país, o pequeño manual de estilo de las miserias de un intelectual funcional a la dictadura militar en los setenta y, años después, erigido como prócer de la democracia y los derechos humanos.
Existe una verdad a voces en el mundo de la cultura que perdura en el tiempo: un artista merece ser juzgado por lo mejor de su persona, que es su obra. Definición que cobra verdadero significado cuando se pone en evidencia la contradicción entre el artista y su creación, muchas veces reflejo de un talento que no tiene porqué llegar acompañado de posiciones políticas o humanas razonables.
Los casos en la historia de cruces de este tipo nunca terminan, artistas de propuestas revolucionarias en cualquier rama del arte y, a la vez, voceros de las ideas más reaccionarias de su tiempo. Cuántas veces se ha repetido el debate, y cuántas veces ha sido necesario diferenciar esos dos universos dentro de la misma persona para valorar en su real medida la obra del artista cuestionado. Sin embargo, lo curioso surge cuando la parte que se alaba del artista en cuestión no es su obra; es decir, cuando al creador se le aplaude sólo por sus concepciones políticas. Y la paradoja extrema se sucede cuando el creador recibe elogios por una lucha que no es la suya, por un compromiso que jamás tuvo y por un presente que, a decir verdad, oculta muchas veces un pasado repleto de las peores miserias.
¿Cómo entender este curioso conflicto? ¿Quién, en definitiva, resulta ser el responsable de tamaño error histórico? ¿El creador aplaudido o sus fieles, conmovidos por un ejemplo de vida que no se sabe bien quién inventó ni de dónde salió? “Una de las grandes desdichas del creador es que lo admiren por sus defectos”, afirmó el escritor Ernesto Sabato en 1963, y razón no le falta. De hecho, la frase encaja de modo perfecto para referirse a su propia historia: la trayectoria de un intelectual erigido hoy como referente irrefutable de los derechos humanos y de la participación democrática.
Recorrer un archivo es también recorrer el pasado de un país y de su pueblo. Para ello es necesario observar el comportamiento de una sociedad que hoy elige como prócer a un intelectual que no sólo fue funcional a la política criminal de la dictadura más sangrienta de la historia, sino que también generó la teoría política que resultó la coartada en plena retirada de los mismos asesinos que, años después, se ocupó de criticar. Por suerte, existe el archivo. Vale la pena ejercitar la memoria y recorrer la tragedia de un escritor que refleja, en buena parte, la hipocresía de toda nuestra sociedad.

Entrevista con el vampiro

Alguien anunció que ya salían y los flashes ametrallaron a las personalidades que recién terminaban de protagonizar un histórico almuerzo con el dictador. Jorge Luis Borges eludió hábilmente el cerco periodístico y se perdió en los pasillos de la Casa de Gobierno; el presidente de la SADE, Horacio Ratti, y el cura escritor Leonardo Castellani optaron por mantener un muy bajo perfil ante los micrófonos. De modo que la responsabilidad de hablar frente a la multitud de periodistas, notoriamente excitado, sonriente y verborrágico al extremo, fue del señor Ernesto Sabato. “Es imposible sintetizar una conversación de dos horas en pocas palabras, pero puedo decir que con el presidente de la Nación hablamos de la cultura en general, de temas espirituales, históricos y vinculados con los medios masivos de comunicación”, dijo, a modo de introducción de lo que sería una larga exposición ante la prensa. Luego afirmó: “Hubo un altísimo grado de comprensión y respeto mutuo. En ningún momento el diálogo descendió a la polémica literaria o ideológica, tampoco incurrimos en el pecado de la banalidad. Cada uno de nosotros vertió, sin vacilaciones, su concepción personal de los temas abordados”.
Ante la insistencia de los periodistas, explicó que “fue una larga travesía por la problemática cultural del país. Se habló de la transformación de la Argentina, partiendo de una necesaria renovación de su cultura”. Y para el final, reservó su opinión acerca de la entrevista con el dictador. Respuesta que, por otra parte, apareció publicada al día siguiente en los matutinos de todo el mundo: “El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente” (1). Esas elogiosas palabras resuenan en los laberintos de la historia argentina, todavía...
Pero toda reunión de importancia tiene su contexto que vale la pena conocer. El 19 de mayo de 1976 fue la fecha elegida por la Junta Militar para convocar a destacados hombres de la cultura para un almuerzo con el general Videla, como señal inequívoca de apoyo de la fracción de intelectuales que no habían colaborado con la llamada “subversión”. Para eso, para blanquear la imagen del gobierno militar, fue que se eligieron a dedo los protagonistas de la reunión. Dos semanas antes, el escritor Haroldo Conti era secuestrado de su casa por un grupo de tareas, y su situación era una incógnita.
Había pasado a engrosar la ya por entonces abultada lista de “desaparecidos”. El poeta Miguel Angel Bustos, y el cineasta Raymundo Gleyzer corrieron la misma suerte que Conti algunas semanas después, al igual que otros cientos de intelectuales, artistas, estudiantes, trabajadores y militantes durante aquellos primeros meses de una cacería despiadada, organizada sistemáticamente desde el Poder Ejecutivo.
Sin embargo, nada se dijo en aquella conferencia de prensa en Casa de Gobierno de la desaparición de Conti, ni de ningún otro. De hecho, el propio Sabato dejó en manos del gobierno la difusión de los temas tratados: “Creo, por razones de cortesía, que debe ser la Secretaría de Información Pública la que informe sobre lo tratado”.
Con el tiempo se supo que en la reunión la suerte de algunos artistas secuestrados fue un tema que se deslizó apenas durante el encuentro a partir de la iniciativa de Ratti (quien le entregó en mano a Videla una lista de una decena de escritores que se encontraban “a disposición del Poder Ejecutivo”); y del cura Castellani, quien preguntó por la situación del ex seminarista Haroldo Conti: “Anoté su nombre en un papel y se lo entregué a Videla, quien lo recogió respetuosamente y aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país”, señaló tiempo después.
Nadie más de los asistentes se interesó por los artistas desaparecidos. Nadie más.
Semanas después, la revista Crisis, dónde trabajaba Haroldo Conti hasta ser secuestrado, consultó a los protagonistas sobre los temas abordados. La respuesta de Ernesto Sabato a la requisitoria de la publicación fue tajante y muy democrática: “Yo no hago declaraciones para la revista Crisis”. Borges adujo falta de tiempo y no respondió, aunque días antes había reconocido sin rubores el motivo de su visita a Casa de Gobierno: “Le agradecí personalmente (a Videla) el golpe de Estado del 24 de marzo que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado la responsabilidad del gobierno. Yo, que nunca he sabido gobernar mi vida, menos podría gobernar el país”.
De modo que los únicos que realmente comentaron detalles de la reunión fueron el cura Castellani y Ratti. El padre jesuita explicó que “quienes más hablaron fueron Sabato y Ratti, que llevaban varios proyectos. (...) Videla se limitó a escuchar. Creo que lo que sucedió es que quienes más hablaron, en vez de preguntar, hicieron demasiadas propuestas. En mi criterio, ninguna de ellas fue importante, porque estaban centradas exclusivamente en lo cultural y soslayaban lo político. Sabato y Ratti hablaron mucho sobre la ley del libro, sobre el problema de la SADE, sobre los derechos de autor, etc”.
El propio Castellani ratificó después el notorio protagonismo del autor de El túnel en el encuentro: “Sabato habló mucho, y propuso el nombramiento de un consejo de notables que supervisara los programas de televisión. (...) Borges dijo que él no integraría jamás ese consejo de prohombres. Sabato, entonces, agregó que él tampoco. Yo pensé en ese momento para qué lo proponía entonces. O sea que ellos embarcaban a la gente pero se quedaban en tierra”.
Por su parte, el presidente de la SADE, después de explicar que se tocó el tema de la censura y de los derechos de autor, calificó a Videla como “un hombre muy comprensivo e inteligente”, y destacó que cuando le entregó la lista de escritores “que estaban pasando por una situación muy lamentable” la respuesta del militar fue darle garantías: “Nos aseguró terminantemente que cada una de estas situaciones iba a ser analizada y aclarada de acuerdo con la ley, lo que nos tranquilizó bastante” (2).
Más que satisfechos unos, con sentimientos encontrados otros, los destacados hombres de la cultura abandonaron el recinto con la certeza de haber asistido a un hecho histórico: después de todo, uno no se reúne todos los días con el presidente de la Nación.

Algo más que un error

Con el tiempo, muchos intentaron justificar la actitud de Sabato en su entrevista con Videla con infinidad de excusas. Incluso el propio escritor explicó, ya en democracia, las razones de su asistencia (ver recuadro). Lo cierto es que los que consideran la presencia del intelectual esa tarde en Casa de Gobierno como “un error”, muchas veces aducen que ese “traspié” es el único que puede reprochársele al señor Sabato. Nada más alejado de la realidad.
En junio de 1966, el general Juan Carlos Onganía derrocaba al presidente Arturo Illia, con el consentimiento tácito de gran parte de la sociedad argentina, y también con el respaldo exultante de parte de la intelectualidad. Entre los más entusiastas por la llegada del gobierno militar se encontraba el autor de la siguiente cita: “Creo que es el fin de una era. Llegó el momento de barrer con prejuicios y valores apócrifos que no responden más a la realidad. Debemos tener el coraje para comprender (y decir) que han acabado, que habían acabado instituciones en las que nadie creía seriamente. ¿Vos creés en la Cámara de Diputados? ¿Conocés mucha gente que crea en esa clase de farsas? Por eso la gente común de la calle ha sentido un profundo sentimiento de liberación. Hay en el pueblo (como en los chicos) una necesidad de verdad hondísima. (...) Se trata de que estamos hartos de mistificaciones, hartos de politiquerías, de comités, de combinaciones astutas para ganar tal o cual elección. Estamos avergonzados de lo que hemos llegado a ser, no ya en el mundo, sino en América Latina, al lado de potencias como Brasil y México. Qué, queremos seguir siendo una especie de burocracia cansada y decadente, en nombre de no sé qué palabras que no son nada más que eso, palabras. No se hace una gran nación con palabras, y mucho menos con palabras apócrifas y altisonantes”. Llama la atención en este párrafo la mención de ciertas “palabras”, que el autor define como “apócrifas y altisonantes”. ¿Se referirá, justo en tiempos de dictadura, de palabras tales como “democracia”?
La cita sigue y sorprende: “Falta ver, ahora, si los hombres que han tomado el gobierno están a la altura de la desesperación histórica del pueblo argentino. Si no responden como es debido, estaríamos ante la más grande catástrofe, quizá ya irremediable. Sé que hay personas que están en puestos claves y que piensan lúcidamente”. Para terminar, el defensor de los golpistas se referirá particularmente al que sería el instigador de La noche de los bastones largos, entre otras aberraciones de ese tipo, el general Onganía: “Ojalá la serenidad, la discreción, la fuerza sin alarde, la firmeza sin prepotencia que ha manifestado Onganía en sus primeros actos sea lo que prevalezca, y que podamos, al fin, levantar una gran nación” (3).
Nada más que agregar, apenas mencionar que el responsable de firmar semejante cheque en blanco al gobierno militar fue Ernesto Sabato, en julio de 1966. Pero volvamos tiempo atrás, a 1955 y a otro golpe de Estado a manos de la casta militar, que esta vez derroca a Juan Perón. Y otra vez Ernesto Sabato, otra vez su simpatía por los uniformados golpistas, por la autodenominada “Revolución Libertadora”: “En toda revolución hay vencidos. En ésta los vencidos son la tiranía, la corrupción, la degradación del hombre, el servilismo. Son vencidos los delincuentes, los demagogos, los torturadores. Personalmente, creo que los torturadores deberían ser sometidos a la pena de muerte” (4). Como reconocimiento al apoyo recibido, el presidente de facto Pedro Aramburu designará a Sabato al frente de la revista Mundo Argentino. Como lo demuestra la historia, no le importaba demasiado al autor de estas citas el perfil ideológico de los gobiernos constitucionales derrocados, lo que realmente importaba era manifestar, rápidamente y sin vacilaciones, sus simpatías por los uniformados que, como de costumbre, llegaban para salvar a la patria.
Pese al respaldo al gobierno golpista, un año más tarde el propio Sabato denunciaría torturas en los sótanos del Congreso, aunque se apuraría en calificar como “un hombre honesto”(5) al dictador Aramburu. Por tal motivo, se enemistaría con Jorge Luis Borges, quien siempre a favor de los militares, criticó su doble discurso. Borges después reconocería su error, y la opinión de Sabato sobre aquel mea culpa borgeano no tiene desperdicio: “Sí, sí. Pero eso fue demasiado tarde. Mientras tanto ¡se estaba torturando gente!” (6). Lo extraño es que la anécdota salió a la luz en 1996, cuando el propio Sabato ya había asistido al almuerzo con Videla mientras, dicho sea de paso, también se estaban vejando de indecibles maneras a cientos de desaparecidos. Demasiada hipocresía.
Con el tiempo, la fama de Sabato fue creciendo al compás del éxito editorial de su novela El túnel, como también fue aumentando el interés de la prensa por reflejar las opiniones políticas del intelectual, aún las más contradictorias y ambiguas de un hombre que definió siempre como su ideal el “socialismo con libertad”, que fue admirador de Jean Paul Sartre y ex militante del Partido Comunista durante su juventud. “Qué es un intelectual para mí? Un hombre de ideas y de libros. ¿Para qué sirve? Entre otras cosas, como se ha visto, para convulsionar al mundo (como lo prueban dos libros: el Evangelio y el Manifiesto Comunista) y para levantar a las masas con alpargatas. ¿Qué papel debe desempeñar el día que se arme? Luchar por las ideas que defendió antes en el papel. Luchar, si es necesario, con el fusil en la mano” (7), dijo en 1961, tiempo después de haber renunciado como funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores del presidente Arturo Frondizi. El mismo hombre que practicaba el ejercicio de la simpatía hacia los uniformes, manifestaba en 1962 que “el mundo necesita una revolución y que es necesario echar abajo esa sociedad caduca que tiene a Norteamérica como modelo, aunque tengamos grandes dudas de la del otro lado” (8).
La coherencia parecía una asignatura pendiente para el escritor que ya gozaba del beneplácito de gran parte del establishment. ¿Sorprendía a alguien, ya en los años setenta, que el escritor que había aplaudido dos dictaduras (una de las cuales derrocó a un gobierno peronista) se desesperara por dar a conocer su satisfacción por el resultado electoral que llevó a Héctor Cámpora al gobierno en marzo de 1973? “Adecuada y necesaria” calificó Sabato la plataforma política del triunfador Frejuli, aunque no se privó de castigar con furia ciertas “ideologías foráneas” con un evidente toque macartista, muy de moda por esos tiempos: “Un gobierno que se proponga la gran transformación debe tener la convicción filosófica y la fuerza suficiente como para sacar a puntapiés a organizaciones extranjerizantes. La libertad absoluta no existe, no ha existido nunca ni existirá jamás. Si alguien entra en mi casa e intenta humillar o destruir o vejar a mi gente, yo no tengo el ‘derecho’ de impedirlo hasta con la fuerza, creo que tengo el ‘deber’ de hacerlo” (9).

Dictadura y democracia, ida y vuelta

Después de recorrer con atención el archivo uno se pregunta cómo es posible que Sabato sea considerado hoy como un referente de coherencia y compromiso por la libertad y la democracia. Cómo es posible, sin ir más lejos, que el hombre que en 1981 (cuando la dictadura ya entraba en su patética parábola descendente y era necesario acomodarse a los tiempos que llegaban) llegó a decir que “en ciertos casos la rebelión armada ha sido necesaria, y seguramente seguirá siendo necesaria, si se tiene en cuenta la ferocidad con que los egoístas se aferran a sus privilegios” (10), defendiera un par de años atrás con furia militante la dictadura asesina que tomó el poder en 1976. Cómo entender que el intelectual que sobre el fin del poder militar en 1982, habló de “la necesidad de pedir cuentas de todo lo que ha sucedido en estos seis años de desastre que paradójicamente llevan el nombre de Proceso de Reorganización Nacional. Un período en el que se produjeron horribles violaciones de derechos humanos”, para después agregar que “lo único que han demostrado (los militares) es que son capaces de ejercer el terrorismo más atroz, de haber secuestrado y muerto a una enorme cantidad de la juventud más idealista del país” (11). En definitiva, cómo es posible tolerar la hipocresía y el doble discurso que manejó Sabato desde siempre, acomodándose de la forma más ruin.
Hace falta recordar, por tanto, el papel funcional de Sabato a favor de la dictadura iniciada en 1976 para asombrarse de sus críticas posteriores al régimen asesino de Videla y compañía. Si no, cualquiera podría preguntarle porqué, durante la ceremonia donde fue condecorado como “Caballero de la Legión de Honor” en febrero de 1979, en la embajada francesa en Buenos Aires, transmitida por el canal oficial de la dictadura y con amplia repercusión en los medios europeos, el escritor guardó el silencio más miserable mientras en Argentina continuaba la cacería criminal de hombre, mujeres y niños, a metros de la misma embajada. Pero fue en 1978 cuando Sabato asumió complacido su lugar de alfil de la dictadura, como punta de lanza de la inteligente maniobra publicitaria ideada desde la Junta para criticar las denuncias de los exiliados en el exterior: la patética “Campaña antiargentina”, orquestada en sintonía con la organización del Mundial de fútbol. El papel de Sabato en este hecho resulta patético por donde se lo mire: “Boicotear el mundial no sólo hubiera sido boicotear al gobierno, sino también al pueblo de la Argentina, que de veras, no se lo merece” (12), dijo. Después, fue el invitado de lujo durante la fiesta de premiación de los campeones del mundo, y tuvo el privilegio de cerrar el emotivo acto transmitido en cadena a todo el país entregándole una mención al técnico César Luis Menotti con palabras repletas de felicidad: “Es una gran emoción entregarle este presente a Menotti. Yo fui uno de los argentinos que gozó, sufrió y se alegró con los partidos del Mundial. El fútbol no es un mero pasatiempo físico. Invoca grandes cualidades del hombre, como el desarrollo de la inteligencia, capacidad de improvisación, coraje, decisión, tenacidad, todo eso le inyectó este hombre excepcional al conjunto de muchachos. Yo quise aceptar esta invitación porque las penas de mi pueblo son mis penas. Y también las alegrías” (13). El estruendo de la ovación de genocidas y cómplices casi rebasó los límites del Hotel Sheraton en reconocimiento al gesto del gran hombre de las letras, extasiado por el histórico hecho.
Tres años más tarde, una vez diluida la furia exitista que dejó el Mundial, Sabato criticaría el evento con una impunidad vergonzante: “Desaprobaba el despilfarro, el gigantesco aparato de publicidad, el nacionalismo barato que suscitaba y el olvido de los problemas gravísimos de la Nación. Para colmo lo ganamos. Si lo hubiéramos perdido, habría servido al menos para que dejáramos de creernos los mejores del mundo, ese viejo patrioterismo de los argentinos que tanto daño nos ha hecho. Nos hizo olvidar -y todavía dura ese olvido- de los angustiosos, de los trágicos acontecimientos que hemos vividos en estos últimos tiempos” (14). Increíble escuchar esta frase de la misma persona que fue invitado y protagonista relevante del festejo interminable de los asesinos, del hombre que reconoció que las alegrías de su pueblo eran las suyas, en aquella ceremonia imborrable. Después, repetiría el mismo absurdo con la guerra de Malvinas, aunque eso sería adelantarse en la crónica.
La participación activa de Sabato contra la campaña antiargentina no se reduciría a aprovechar los generosos espacios cedidos por la revista Gente durante esos años; su compromiso con la estrategia militar llegaría más lejos, tal como lo relata el poeta Juan Gelman: “Daniel Moyano, ese gran escritor argentino exiliado en Madrid, me mostró en 1978 una carta que le dirigiera Sabato en que éste le decía que su sola presencia en el exterior alimentaba la campaña antiargentina (...). Sabato invitaba a Moyano a regresar -y en plena dictadura militar- le ofrecía trabajo y seguridad personal, algo difícil de prometer sin alguna anuencia o caución militar previamente conversada. Moyano ha muerto, pero hay escritores argentinos vivos que pueden dar fe de lo que digo: recibieron una carta parecida” (15). En pocas palabras, un laborioso y disciplinado intelectual en acción.
También 1978 fue el año clave para el afianzamiento de la dictadura y el momento en que su imagen comenzaba a ser cuestionada desde el exterior por los organismos de derechos humanos. En tal sentido, la revista alemana GEO Magazin invitó a Sabato a participar de una extensa entrevista con un nudo de gran interés para los lectores europeos: el presente del gobierno militar en Argentina. “La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las fuerzas armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos”, explicaba Sabato, para después comenzar a perfilar su Teoría de los dos demonios, la coartada preferida por la Junta para evitar dar explicaciones: “Desgraciadamente ocurrió que el desorden general, el crimen y el desastre económico eran tan grandes que los nuevos mandatarios no alcanzaban ya a superarlos con los medios de un estado de derecho. Porque entre tanto, los crímenes de la extrema izquierda eran respondidos con salvajes atentados de represalia de la extrema derecha. Los extremistas de izquierda habían llevado a cabo los más infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes”. La concepción que intentaba definir el escritor, aquella que situaba al gobierno militar como “neutral” o “mediador” entre las violencias de ambos “extremos”, quedaba expuesta en sus respuestas. Después afirmaría: “Sin dudas, en los últimos meses en nuestro país, muchas cosas han mejorado: las bandas terroristas armadas han sido puestas en gran parte bajo control”. Para terminar la nota, Sabato no perdió la oportunidad de cerrar su panfleto en favor de la dictadura: “La democracia tiene que aprender su lección de la historia y debe saber que con los viejos métodos liberales heredados de tiempos menos problemáticos, no se pueden dominar los delirios del presente” (16). Es válido preguntarse si el responsable de estas opiniones es la misma persona que en 1984 expresó con dureza lo siguiente: “El pueblo ha experimentado por primera vez la atroz vivencia de una dictadura mortal, putrefacta, corrupta... No hay ninguna persona con dos dedos de frente, con sensibilidad en la Argentina que vaya a mover un día un solo dedo en favor de los militares” (17).

Los de “afuera”

La visita de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA fue el acontecimiento clave en 1979. En ese momento, la dictadura estaba consolidada desde lo económico por el plan de Martínez de Hoz, gozaba de los éxitos deportivos (ese año se ganó también el Mundial Juvenil en Japón) y se preparó para recibir a la comitiva internacional sin inmutarse, contando incluso con un ejército de cómplices que se ocupaba de resguardar el otro flanco que presentaba riesgos: el exilio y la opinión pública europea. En esa zona estratégica se ocupó de presentar batalla el señor Sabato, amparado en el supuesto “pluralismo” de la dictadura que le dejaba manifestar alguna crítica (como cuando se censuró la obra del filósofo Henri Lefebvre). En ese momento de quiebre, Julio Cortázar escribió su famoso artículo América Latina: exilio y literatura, donde instaba a todos los intelectuales a asumir “la respuesta más activa y eficaz posible al genocidio cultural que crece día a día en tantos países latinoamericanos”.
Sabato, herido y pleno de soberbia, responderá indignado: “La inmensa mayoría de sus escritores, de sus pintores, de sus músicos, de sus hombres de ciencia, de sus pensadores, están en el país y trabajan”, para después afirmar que “cometen una grave injusticia los que están fuera del país pensando que aquí no pasa nada y que todo es un tremendo cementerio” (18). Decir eso cuando cientos de artistas habían sido desparecidos, estaban perseguidos o exiliados, no sólo era de una pedantería fatal, sino que parecía un argumento escrito por los propios genocidas. Otros siguieron sus pasos: “Los escritores más destacados no se han ido”, dijo Manuel Mujica Lainez. Silvina Bullrich sostenía que “ni Borges, ni Mallea, ni Sabato se fueron”, y Luis Gregorich se preguntará desde Clarín: “Después de todo, ¿cuáles son los escritores importantes exiliados?”. La escritora Liliana Heker aprovecharía la volada para polemizar con Cortázar y, de paso, ganar notoriedad con frases miserables, burlándose incluso del autor de Rayuela: “Ya que no se le puede atribuir mala fe, al menos puede suponérsele cierto apresuramiento, una necesidad a ultranza de hacer causa común con los exiliados, aun a riesgo de dar una imagen maniquea de la realidad, valiéndose de recursos más pasionales que científicos”. El escritor Abelardo Castillo también se debatía por ganar un espacio debajo del manto de cómplices e hipócritas que intentaron posicionarse ante los ojos de los genocidas con opiniones lamentables: “Espero no herir a algún compatriota que viva en el extranjero si afirmo que desconfío de algunos héroes intelectuales que postulan sus convicciones desde Calcuta o Afganistán”, para después calificar como “falsa, corrompida e injuriosa” la imagen que del país intentaban transmitir los argentinos en el exterior (19).
La dictadura superó airosa el examen de la OEA y todos festejaron, todos los que colaboraron con desprestigiar las denuncias por violaciones de los derechos humanos, con refutar los argumentos que hablaban de un genocidio, con respaldar sin miramientos a una casta de asesinos sin límites.
Después llegaría la decadencia de la dictadura, el fracaso del plan económico, el cambio de mando como recurso ridículo, la máscara de un régimen que comenzaba a descascararse ante los ojos del mundo. Aunque ya era demasiado tarde para hablar, muchos eligieron acomodarse a los nuevos vientos. Pero justo en ese proceso de metamorfosis hacia ideas más democráticas, estalla la guerra en las islas Malvinas. ¿Habrá leído Galtieri la siguiente frase de Sabato sobre la guerra?: “Éste es un país que no pasó grandes sufrimientos. No tuvo terremotos, no padeció hambre... acá las cosas nunca estuvieron demasiado mal. (...) Y no tuvimos ni siquiera, a partir de 1870, una buena guerra. Las guerras unifican a una nación. Y, en cierto sentido, producen vitalidad. Sobre todo, las guerras de defensa nacional unifican y hacen que la agresividad que todos tenemos no se ejerza para la autodestrucción sino por una causa noble y positiva. (...) Es decir, yo no soy pacifista, yo creo en las guerras. Hay guerras que defienden cosas sagradas, muy importantes, y creo que hay que hacerlas” (20).
¿Habrá leído Galtieri esa cita? ¿Habrá leído después, durante los primeros días de ocupación en las islas, las loas del mismo intelectual sobre la decisión de enviar a la muerte en una guerra absurda a pibes de 19 años, desarmados y sin preparación?: “Mucha gente ha muerto detrás de dos metros cuadrados de tela. Pero es un error creer que dos metros cuadrados de tela son nada más que eso. Transformados en banderas, son un símbolo de una ideología, de una nación, de una causa sagrada. De manera que yo estoy convencido de que en este caso sí vale la pena. Hubiera sido un acto indigno de la Argentina, que es una pequeña potencia frente a las amenazas, a la soberbia, al desprecio de Inglaterra, agachar la cabeza una vez más. Eso no lo hemos hecho, y si los chicos de 19 y 20 años están muriendo allí, están muriendo por ese motivo” (21).
El mismo Sabato, ya mutado en mariposa democrática, cambiaría de forma bien oportunista su opinión sobre Malvinas tiempo después: “Hay un solo responsable de esta derrota y es el gobierno de la Reorganización Nacional que improvisó este hecho que nos sorprendió a todos al leer los diarios del día siguiente incluyendo, creo, a la mayor parte del generalato argentino. Un acto de improvisación suicida. ¿Qué posibilidades había de triunfar? No había. (...) Eran chicos poco preparados, conscriptos, enfrentados con un ejército profesional que contaba con un armamento de primerísimo rango, con una logística de primera magnitud y con el apoyo de la mayor potencia mundial. ¿Qué iban a hacer esos reclutas? En ninguna parte del mundo, salvo en momentos inevitables, se manda a la guerra a chicos recién reclutados” (22). Las críticas, claro está, las dijo cuando la dictadura tenía los días contados. Había que perfilarse con rapidez, cambiar el discurso, borrar el pasado, aniquilar la memoria...
Sabato aclaró, mucho tiempo después, que aquellos que recordaban algunas de sus expresiones nada democráticas pertenecían a una “extrema izquierda” culpable de lanzar una y otra vez “frases calumniosas” contra su persona. En la misma nota, mezclando bronca y soberbia, Sabato extiendió sus ataque: “Sería aleccionador averiguar desde qué lugar del mundo esos infamantes hicieron críticas contra la dictadura militar. Que yo sepa procedían desde el extranjero, desde el Café de Flore, desde México, siempre bien lejos de la policía y de las fuerzas armadas. Aquí nos jugamos la vida, con las amenazas más terribles”, señalaría. En ese mismo sentido, diría en 1994: “Es muy fácil acusar a alguien desde el exterior. Yo, en cambio, enfrenté a la dictadura sin moverme de mi casa de Santos Lugares”. Curiosa forma de “enfrentarse” con los militares la de Sabato, más aún cuando fue vox populi su papel como el intelectual de mayor presencia en los medios de comunicación durante los años del Proceso, incluyendo repetidas apariciones en televisión y también en actos oficiales del gobierno de facto. El final es toda una sentencia: “Todavía quiero agregar algo que me indigna: esos detractores, la mayor parte estalinistas, incluyendo grandes escritores, jamás denunciaron los horrores de aquella dictadura en la Unión Soviética” (23).
Después, llegaría la democracia, el juicio a la Junta, los dos demonios, los aplausos, el papel de sabio o maestro que está más allá del bien y del mal, un país que se muere y otro que bosteza...

Sabato ¿y Argentina?

Repasar viejos diarios, hurgar en el pasado, recopilar frases y opiniones del archivo es una tarea ineludible para entender, a ciencia cierta, quiénes somos como pueblo. De qué forma podemos entender que el señor Sabato sea hoy un referente de los derechos humanos, sino no entendemos cómo está integrada la sociedad argentina, con sus miserias bien ocultas en el ropero. Osvaldo Bayer dice que Sabato es el intelectual que mejor refleja a la clase media argentina, esa clase que miró con simpatía el advenimiento de los dictadores, que salió a festejar el triunfo del mundial o el desembarco en Malvinas mientras en la esquina de su casa torturaban a sus vecinos y se apropiaban de sus hijos. La misma clase media que, ya en democracia, aplaudió de pie las privatizaciones, ignoró los indultos a los genocidas, defendió la convertibilidad, se indignó con la famosa “corrupción” y pidió a gritos el regreso de cierto ministro de Economía que después se fue echado a patadas por los mismos que lo veían como el último recurso. La misma clase media que sólo reaccionó cuando le tocaron el bolsillo, y después volvió en silencio a sus hogares, a sus autos, a insultar a todos aquellos que molestaran su tranquilo tránsito hacia lo más patético de nuestra historia.
Hablar de Sabato es hablar mucho de Argentina, de una parte del país y de su gente. Y la realidad, lo que vemos y leemos, es patético. Muchos siguen ovacionando a sus propios verdugos, perdonando “errores” (que tanto se parecen a los “excesos” de otros tiempos) y olvidando impunidades. Algo malo debe estar pasando.


(1) La Nación, 19-6-76.
(2) Los testimonios de Castellani y Ratti fueron publicados en la revista Crisis de julio de 1976.
(3) José Eliaschev, revista Gente, “Sabato: El fin de una era”, 28-7-66.
(4) La entrevista, publicada en el diario El Líder de 1955, integra la recopilación de entrevistas al escritor llamada Medio siglo con Sabato, de Julia Constenla.
(5) Ana Larraín, Cosas de Chile, 1966.
(6) Ibídem.
(7) Franco Mogni, revista Che, 1961.
(8) Entrevista con la revista El escarabajo de oro, 1962.
(9) Entrevista con la revista Siete Días, 1973.
(10) Mona Moncalvillo, Humor, 1981.
(11) Germán Sopeña, Siete Días, 1983.
(12) Bernard Pivot, Le Monde, 1978.
(13) Osvaldo Bayer, Rebeldía y esperanza, 1993.
(14) Ibídem 10.
(15) Juan Gelman, Lesbianos, Página/12, 8-5-96.
(16) Ibídem 13.
(17) Roberto Mero, Caras y caretas, 1984.
(18) Clarín, 5-7-80.
(19) Todas las citas de los escritores pertenecen al libro Rebeldía y esperanza.
(20) Emilio Giménez, Gente, 1971.
(21) Ibídem 13.
(22) Sergio Ciancaglini, Gente, 1982.
(23) Carlos Ares, La Maga, 1995.
(La nota completa en Sudestada 27, edición gráfica)

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