XV
LA
TORTA
Viajaba. El paisaje era de una
majestuosidad y un esplendor irresistibles. Sin duda mi alma se contagió. Mis
pensamientos revoloteaban con la misma levedad que la atmósfera; las pasiones
vulgares como el odio y el amor profano me parecían tan remotas como los
nubarrones que desfilaban en el fondo del abismo, bajo mis pies; mi alma me
parecía tan vasta y pura como la cúpula del cielo que me rodeaba; el recuerdo
de las cosas terrenas llegaba a mi corazón muy debilitado, disminuido como el
sonido del cencerro de imperceptibles manadas que pastaban lejos, muy lejos, en
la ladera de otra montaña. Sobre el pequeño lago inmóvil, que la profundidad volvía
negro, pasaba a veces la sombra de una nube que se reflejaba como la capa de un
gigante alado que atravesara el cielo. Y recuerdo que esta sensación solemne y
rara, causada por un gran movimiento silencioso, me llenaba de una alegría
donde se mezclaba el miedo. En pocas palabras, la emocionante belleza que me
rodeaba me hacía sentir en paz conmigo y con el universo; en mi perfecta beatitud
y mi total olvido de todo mal terreno había empezado a considerar que los
diarios que pretenden que el hombre ha nacido bueno no eran finalmente tan ridículos; y cuando la
incurable materia renovó sus exigencias, pensé en reparar la fatiga y calmar el
hambre que la larga ascensión habían causado. Saqué de mi bolsillo un buen
pedazo de pan, una taza de cuero y un porrón de cierto elixir que por ese entonces los
farmacéuticos vendían a los turistas para mezclar con agua de nieve.
Cortaba tranquilamente mi pan
cuando un sonido muy leve me hizo levantar los ojos. Ante mí había un chico
harapiento, negro, hirsuto, de ojos vacíos, salvajes y como suplicantes que
parecían devorar el pedazo de pan. Y lo oí suspirar, con voz baja y ronca, la
palabra torta. No pude dejar de sonreír al escuchar el nombre con que
honraba a mi pan casi blanco, y corté para él una buena rodaja y se la ofrecí. Se acercó lentamente, sin quitar los ojos del objeto de su codicia; después, agarró el
pedazo y retrocedió velozmente como temiendo que el ofrecimiento no fuera
sincero o que me hubiera arrepentido.
Pero en el mismo instante fue derribado
por otro pequeño salvaje, surgido de no sé dónde y tan exactamente igual al
primero como si fuera su hermano gemelo. Juntos rodaron por el
suelo disputándose el precioso botín sin que ninguno de los dos quisiera
sacrificar la mitad para su hermano. El primero, exasperado, atrapó al otro por
el pelo; éste le agarró la oreja con los dientes y escupió un pedacito ensangrentado
con un poderoso juramento en dialecto. El legítimo propietario de la torta
trató de clavar sus pequeñas garras en los ojos del usurpador, quien a su vez puso toda su
fuerza en estrangular a su adversario con una mano, mientras la otra trataba de
deslizar el premio del combate en el bolsillo.
Pero excitado por la
desesperación, el vencido se levantó e hizo rodar por tierra al vencedor con un
cabezazo en el estómago. ¿Para qué describir una lucha horrible, que duró más
de lo que las fuerzas infantiles hacían suponer? La torta iba de mano
en mano y cambiaba de bolsillo a
cada momento, pero también cambiaba de volumen. Y cuando al final, extenuados,
temblorosos, ensangrentados, se detuvieron porque no podían más, a decir verdad
ya no quedaba ningún motivo de combate: el pedazo de pan había desaparecido,
deshecho en miguitas, grandes como los granos de arena con los que se había
mezclado.
El espectáculo había ensombrecido
el paisaje, y la calma alegría que distraía mi alma antes de ver a los
hombrecitos, había desaparecido absolutamente; estuve triste mucho tiempo
repitiéndome sin pausa:
"¡Existe un país magnífico
donde el pan se llama torta, manjar tan raro que basta para engendrar
una guerra fraticida!"