Domingo 7 de julio
Un día de sol espléndido, casi otoñal. Fuimos a Carrasco. La playa estaba desierta, tal vez debido a que, en pleno julio, la gente no se anima a creer en el buen tiempo. Nos sentamos en la arena. Así con la playa vacía, las olas se vuelven imponentes, son ellas solas las que gobiernan el paisaje. En ese sentido me reconozco lamentablemente dócil, maleable. Veo ese mar implacable y desolado, tan orgulloso de su espuma y su coraje, apenas mancillado por gaviotas ingenuas, casi irreales, y de inmediato me refugio en una irresponsable admiración. Pero después, casi enseguida, la admiración se desintegra y paso a sentirme tan indefenso como una almeja, como un canto rodado. Ese mar es una especie de eternidad. Cuando yo era niño, ese mar golpeaba y golpeaba, pero también golpeaba cuando era niño mi abuelo. Una presencia móvil pero sin vida. Una presencia de olas oscuras, insensibles. Testigo de la historia, testigo inútil porque no sabe nada de la historia. ¿Y si el mar fuera Dios? También un testigo insensible. Una presencia móvil, pero sin vida. Avellaneda también lo miraba, con el viento en el pelo, sin pestañear. “¿Vos creés en Dios?”, dijo continuando el diálogo que había iniciado yo, mi pensamiento. “No sé, yo querría que Dios existiese”. Pero no estoy seguro. Tampoco estoy seguro de que Dios, si existe, vaya a estar conforme con nuestra credulidad a partir de unos datos desperdigados e incompletos.” “Pero si es tan claro. Vos te complicás porque querés que Dios tenga rostro, manos, corazón. Dios es un común denominador. También podríamos llamarlo La Totalidad. Dios es esta piedra, mi zapato, aquella gaviota, tus pantalones, esa nube, todo.” “¿Y eso te atrae? ¿Eso te conforma?”. “Por lo menos me inspira respeto”. “A mí no. No puedo figurarme a Dios como una especie de gran Sociedad Anónima.”
Un día de sol espléndido, casi otoñal. Fuimos a Carrasco. La playa estaba desierta, tal vez debido a que, en pleno julio, la gente no se anima a creer en el buen tiempo. Nos sentamos en la arena. Así con la playa vacía, las olas se vuelven imponentes, son ellas solas las que gobiernan el paisaje. En ese sentido me reconozco lamentablemente dócil, maleable. Veo ese mar implacable y desolado, tan orgulloso de su espuma y su coraje, apenas mancillado por gaviotas ingenuas, casi irreales, y de inmediato me refugio en una irresponsable admiración. Pero después, casi enseguida, la admiración se desintegra y paso a sentirme tan indefenso como una almeja, como un canto rodado. Ese mar es una especie de eternidad. Cuando yo era niño, ese mar golpeaba y golpeaba, pero también golpeaba cuando era niño mi abuelo. Una presencia móvil pero sin vida. Una presencia de olas oscuras, insensibles. Testigo de la historia, testigo inútil porque no sabe nada de la historia. ¿Y si el mar fuera Dios? También un testigo insensible. Una presencia móvil, pero sin vida. Avellaneda también lo miraba, con el viento en el pelo, sin pestañear. “¿Vos creés en Dios?”, dijo continuando el diálogo que había iniciado yo, mi pensamiento. “No sé, yo querría que Dios existiese”. Pero no estoy seguro. Tampoco estoy seguro de que Dios, si existe, vaya a estar conforme con nuestra credulidad a partir de unos datos desperdigados e incompletos.” “Pero si es tan claro. Vos te complicás porque querés que Dios tenga rostro, manos, corazón. Dios es un común denominador. También podríamos llamarlo La Totalidad. Dios es esta piedra, mi zapato, aquella gaviota, tus pantalones, esa nube, todo.” “¿Y eso te atrae? ¿Eso te conforma?”. “Por lo menos me inspira respeto”. “A mí no. No puedo figurarme a Dios como una especie de gran Sociedad Anónima.”
(fragmento de La tregua, de Mario Benedetti)