En el
prólogo de Niebla, Víctor Goti,
individuo de dudosa existencia, afirma que, para Unamuno, la preocupación
libidinosa es lo que más estraga la inteligencia. Así, de la tríada de vicios:
las mujeres, el juego y el vino, prefiere en grado sumo a este último, ya que:
“A un borracho se le puede hablar, y hasta dice cosas, pero ¿quién resiste la
conversación de un jugador o un mujeriego?”
En otro
orden de cosas no es de extrañar, según Goti, el consorcio, la íntima ligazón
que une lo erótico con lo metafísico. Los primeros pueblos, como su literatura
indica, empezaron siendo guerreros y religiosos, para luego devenir en eróticos
y metafísicos. En la Edad Media el corazón de las sociedades palpitaba al ritmo
de la exaltación religiosa y guerrera —la espada, en ese sentido, llevaba una
cruz en su empuñadura— en tanto que la preocupación por las mujeres ocupaba un
lugar escaso, secundario, en la imaginación del hombre medieval. No nos
asombrará, pues, que en ese entonces, la filosofía durmiera bajo el cálido
manto de la teología.
Lo
erótico y lo metafísico, insiste Goti, se desarrollan a la par. La religión es
guerrera; la metafísica, erótica y voluptuosa. La religión hace al hombre
belicoso*, combativo, mientras que el instinto metafísico, la curiosidad por
conocer lo incognoscible, valga decir, probar del fruto del árbol del Bien y el
Mal, hace despertar su sensualidad y,
así, colocarle el arnés de una fuerza que lo supera y lo domina.