sábado, 25 de agosto de 2012

La jactancia de Almafuerte

«Es de ya pública voz y fama, que el viejo Almafuerte ni amó ni ama a la mujer, pero el viejo Almafuerte carga con esa cruz como con cualquier otra y hace su jornada sin dar a la calumnia otra respuesta que una vida más ponderada, que un alma mejor, dentro de lo posible... ¡Y a veces dentro de lo imposible!»
 
Almafuerte, Poesías completas.

Los deseos de castidad de Flaubert


«Por eso, durante varios años, he rehuido sistemáticamente el trato con las mujeres. (…) Había terminado por no desearlas ya en absoluto. Vivía sin las palpitaciones de la carne y el corazón, y sin sentir conciencia siquiera de mi sexo.»
Gustave Flaubert, Cartas a Luise Colet.

Una reseña sobre Almafuerte

Entre los “hombres del 80” —Cané, Obligado, Oyuela, etc.— no podríamos mencionar a Pedro B. Palacios, más conocido por su seudónimo Almafuerte (Argentina, 1854-1917). Aquéllos eran cultos, ricos, sobrios, influyentes, elegantes, satisfechos, convencionales, europeizados. Almafuerte nadaba contra la corriente. Y cuando después de los hombres del 80, vinieron los que, rodeando a Rubén Darío, se llamaron “modernistas”, Almafuerte quedó otra vez fuera del grupo: en una ocasión pidió recompensas “en nombre de las letras americanas, a las cuales he salvado del decadentismo y el afeminamiento”. La primera impresión de quien se dispone a leerlo es la de la deformidad de sus versos. Pero quien persevere en la lectura encontrará un poeta de vigor; más aún, de complejidad espiritual. Defectuoso y desigual, su poesía refleja el carácter de un hombre singularísimo. Era misántropo, misógino, megalómano y mesiánico; raro por todos los costados, con equivocadas aspiraciones a profeta y filósofo, estentóreo en sus gritos, delirante, furioso, ensoberbecido, áspero y grotesco. Pero era un lírico de voz nueva en nuestra literatura. Se dirigía a la chusma, a la “vil recua sudorosa”. No fue poeta de muchedumbres —a pesar de que su popularidad le vino del pueblo bajo— sino un individualista a lo Nietzsche (a quien decía detestar) que transmutaba violentamente la tabla de valores del cristianismo. Su estilo parece a primera vista populachero, chabacano, emparentado con el de los tangos y especial para uso de compadritos crónicos que viven en los conventillos de arrabal: bien observado es aristocrático en la desgarrada sinceridad que renuncia a las convenciones de su tiempo y se atreve a confesar su angustiada visión de la vida. Todo para él es fracaso: Dios, el Universo, los hombres, él mismo. Su pesimismo, su desprecio y su rabia son radicales. Y por descubrir el fracaso en la raíz misma de la existencia nadie mejor que él ha poetizado lo feo, lo oscuro, lo pobre, lo frustrado, lo sórdido y aun lo repugnante. (…) Lo recio de su pensamiento estaba en la embestida, no importa para qué lado. Pensamiento mal articulado, pero rico en atisbos sobre la mala leche del hombre y las mentiras de la vida social.

Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura hispanoamericana.