Exordio: en torno al alter ego
No tengo dudas al respecto: la cuestión del alter ego es una de las más irritantes para los críticos literarios estamentales. A mí por lo menos me basta con eso para interesarme por ella.
No resulta problemático entender la urticaria crítica frente al asunto: se sabe que los teóricos pretenden extirpar de la “literaturidad” cualquier maleza que la contamine en tanto objeto de estudio, especialmente al autor. De allí que la noción de alter ego quede reducida a una nota de color pocas veces admisible o directamente sea desestimada.
El ego, cualquiera lo sabe, es el punto arquimédico del pensamiento moderno; desde Descartes el ego es la piedra basal desde el cual el hombre puede reconstruir el mundo con certeza. En pocas palabras, el ego es lo único de lo que el hombre puede estar seguro.
El hombre sólo puede saber con certeza –en principio al menos– que es un yo, una sustancia que piensa; dicha certeza exige la armonía del ego, la unidad de ese yo que se muestra como lo exclusivamente insospechado. Por eso el alter ego es el terror del cálculo moderno, por eso –presumo– la literatura se volcó en masa desde el siglo XVIII a generar otros yoes que plasmaran virtualmente la vida del ego escritor pero que acabaron alienando (en el buen sentido que –yo creo al menos– tiene la palabra) al hombre mismo, al autor en particular y a la idea misma de un ego único en general.
El terror del pensamiento moderno basado en el yo (ego) es el otro (alter), y esto en dos sentidos: el yo teme al otro en un aspecto o circunstancia que podríamos llamar “externa” por la cual el yo pierde su dominio de pequeño César de su propio mundo a causa de la amenaza que significa el otro, por la intimidación que el otro es; pero también le teme en un plano “interno”, le teme al desgarramiento de su macizo yo en cientos de yoes al que cantaba Girondo en el poema 8 de Espantapájaros:
No tengo dudas al respecto: la cuestión del alter ego es una de las más irritantes para los críticos literarios estamentales. A mí por lo menos me basta con eso para interesarme por ella.
No resulta problemático entender la urticaria crítica frente al asunto: se sabe que los teóricos pretenden extirpar de la “literaturidad” cualquier maleza que la contamine en tanto objeto de estudio, especialmente al autor. De allí que la noción de alter ego quede reducida a una nota de color pocas veces admisible o directamente sea desestimada.
El ego, cualquiera lo sabe, es el punto arquimédico del pensamiento moderno; desde Descartes el ego es la piedra basal desde el cual el hombre puede reconstruir el mundo con certeza. En pocas palabras, el ego es lo único de lo que el hombre puede estar seguro.
El hombre sólo puede saber con certeza –en principio al menos– que es un yo, una sustancia que piensa; dicha certeza exige la armonía del ego, la unidad de ese yo que se muestra como lo exclusivamente insospechado. Por eso el alter ego es el terror del cálculo moderno, por eso –presumo– la literatura se volcó en masa desde el siglo XVIII a generar otros yoes que plasmaran virtualmente la vida del ego escritor pero que acabaron alienando (en el buen sentido que –yo creo al menos– tiene la palabra) al hombre mismo, al autor en particular y a la idea misma de un ego único en general.
El terror del pensamiento moderno basado en el yo (ego) es el otro (alter), y esto en dos sentidos: el yo teme al otro en un aspecto o circunstancia que podríamos llamar “externa” por la cual el yo pierde su dominio de pequeño César de su propio mundo a causa de la amenaza que significa el otro, por la intimidación que el otro es; pero también le teme en un plano “interno”, le teme al desgarramiento de su macizo yo en cientos de yoes al que cantaba Girondo en el poema 8 de Espantapájaros:
“Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.En mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad”
Efectivamente Girondo con recursos semejantes estaba intentando la vanguardia en aquel tiempo, inquiriendo a la tradición escolástica de pensamiento y, también efectivamente tanto en Girondo como en otros autores vanguardistas (Kafka, Beckett, Artaud, sólo por nombrar a los más lúcidos), en esa inquisición se levantan demasiado las enaguas y se deja ver el miedo, o mejor dicho la angustia de ya no ser algo uno fundamentado y omni-racional.
Luego de tanta batalla es sencillo comprender el recelo frente al alter ego; el escritor que narra un mundo persiguiendo con tenacidad a un personaje central o que directamente establece un mundo narrando a través de ese personaje, está de algún modo entorpeciendo las cosas, tendiendo un insolente lazo entre realidad y ficción. Un lazo enclenque, estamos de acuerdo, pero que cobra una enorme fuerza en su solapado modo de actuar; el lazo no afirma nada (al modo en que puede aceptarse como una afirmación, en este caso de la mismidad, la del formato de diario) sino que meramente sugiere. El alter ego coloca a la obra de un determinado autor en una zona intermedia, gris; en una zona que refiere todo el tiempo a la historia del autor en cuestión y a la Historia de la humanidad toda.
Conocemos muchos ejemplos célebres: el Henry Chinaski de Bukowski, el Bandini de John Fante, el Eladio Linacero de El pozo de Onetti, el Paul Benjamin de Auster, el Zuckerman de Philip Roth y otros; hoy quiero destacar uno no tan festejado por la notoriedad: el Nick Adams de Ernest Hemingway, un alter ego presentado en relatos breves, un alter ego que jamás animó una novela. Tal vez de esa circunstancia provenga el olvido de su figura.
Las pérdidas
Tal vez la vida nos es dada de golpe cuando nacemos, tal vez todo lo que algún día tendremos ya está ahí. Si eso fuera cierto –y no considero descabellado que pueda serlo– la prosecución de la vida no sería otra cosa que el tiempo que demoramos en perder aquella dote colmada y original, un lapso de tiempo únicamente visible a través de las eclécticas acciones que encarnan esa pérdida continua.
Este puede ser uno de los sentidos posibles del puñado de cuentos que Hemingway compuso en torno a Nick Adams.
El chiquillo Nick, en cuentos como “Campamento indio” o “El médico y su mujer” pierde gran parte de la inocencia respecto a cuestiones cruciales: presencia por ejemplo un parto y un suicidio separados apenas por minutos, advierte también que su madre es una palurda religiosa cuyos principios son prestados y sus consejos una baratija de la conformidad. El joven Nick, por su parte, se estrella contra la pérdida de ese resto de inocencia que aún guardaba; “Los asesinos” y “El luchador” son relatos que atestiguan lo dicho, además de ser dos de los mejores cuentos de Hemingway. En “El luchador” Nick comprueba en carne y hueso las bondades de la locura y la frustración en la figura de un ex boxeador que aún tiene dinero pero que peregrina como mendigo queriendo golpear a todo el que lo cruce y recibiendo golpes en el cráneo de un amigo para relajarse. En “Los asesinos” sencillamente Nick Adams conoce al mal.
El Adams adulto pierde en la Gran Guerra parte de su salud física y casi toda la mental. En relatos como “Nunca te sentirás así” Nick comprende que no hay límites para el horror o la bajeza, se convierte en alcohólico para agenciarse algún gramo de coraje y expone de sí la porción más delicada para que otros la destrocen armados de resentimiento. El Adams retornado de la guerra, aún adulto pero ya viejo, pierde finalmente el sentido, se interna en la compasiva inanidad de la angustia acaba extraviando su propio ser, su amor, su paz. Ningún otro relato testifica mejor esta última pérdida que el renombrado “Río de dos corazones”, una historia soberbia que podría haber escrito Salinger en la que, si se escucha con atención, se pueden oír los cristales rotos del derrumbe del yo. Una historia en la que lo malo no acontece sino que descansa en la monotonía de la escena, en la perfecta conformación de las cosas de este mundo.
Nick va sin acompañantes a pescar truchas, algo que practicaba desde pequeño; dispone las cosas para el campamento, organiza los utensilios para la pesca y planea la comida, se siente casi feliz, por lo menos excitado con la recreación de sus viejos placeres. “Nick sintió algo en el corazón al ver el movimiento de la trucha. Sintió que volvía la vieja sensación de bienestar” se lee en el relato, pero Nick desaprovecha a la trucha, se concede unos minutos para pensar y algunas páginas más adelante entendemos: “A Nick le temblaba la mano. Arrolló la línea lentamente. La excitación había sido excesiva. Se sentía vagamente enfermo”. Luego la angustia se va, y luego vuelve, no hace al caso: es la paz lo que perdió Adams, y eso es lo último, siempre es lo último, que se puede perder.
Después de todo, el amor
Puede haber llamado la atención que en la sección anterior, y entre tanta pérdida, no haya mencionado al amor. De hecho, los relatos que tienen a Nick Adams como protagonista hablan poco y nada de relaciones amorosas. Bien sabido es que no han sido pocos los que tildaron a Hemingway de “bravucón” o “patotero” por omisiones de ese estilo, Borges entre ellos. Estimo a ese juicio un verdadero apresuramiento. El propio Hemingway dijo algo así como que jamás se escribía mejor que estando enamorado, y sospecho que en varias de sus novelas dicha premisa se trasluce. No la sensiblería, todos sabemos que Hemingway no era capaz de emocionar escribiendo sobre la ternura o el galanteo, pero sí se trasluce cierto respeto al amor en tanto considerado como plenitud. El amor debe ser pleno o no debe ser. La referida plétora se basa principalmente en la diversión; no es ilegítimo experimentar cierta mueca frente a esto: hace ya siglos que dejamos de considerar al amor como una fuente de diversión. Nuestro concepto del amor está colmado por la incompletud, la negociación, el sufrimiento. En efecto, cuántas veces oímos expresiones como “en el amor hay que ceder” o “nuestro amor con los años se transformó en otra cosa”: el amor es una especie de contrato en el que los padecimientos e incluso el estoicismo es juzgado como virtud. No pretendo abogar por un amor entretenido como una montaña rusa, y creo que Hemingway tampoco. No se trata de entretenimiento sino de diversión, un concepto de diversión que se define mejor por la negativa: ausencia de aburrimiento.
El amor es entendido en nuestra civilización de forma tal que el aburrimiento se convierte en uno de sus efectos colaterales típicos. El amor aburre con el tiempo, y es a ese aburrimiento al que hay que soportar con paciencia para no quedar como un desalmado. Somos hijos de esa curiosa noción amorosa más allá de todas las pseudo-liberaciones a las que asistimos diariamente y, en cualquier caso, actuar de forma diferente se transforma en sinónimo de enfermedad, de patología, de carencia.
Hemingway en este sentido siquiera se atreve a nombrar como “amor” eso que siente (o no siente) Adams. El cuento titulado “El fin de algo” lo patentiza; ese “algo” que se rompe, ese “algo” que abandona a Nick, no parece ser lo que todos llaman amor. Nick y Marjorie están en los bosques, reproduciendo con mayor o menor método lo que se entiende por la vida-en-pareja. Nick está abatido, mudo, inexpresivo. Marjorie insiste en averiguar las razones de ese talante, pero no lo hace al modo histérico sino que obliga dulcemente a Nick a que le diga lo que ambos ya saben y no obstante es menester pronunciar.
“ – Vamos, dilo.
Nick miró la luna que subía detrás de las colinas
- Ya no es diversión.
Temía mirar a Marjorie. Pero la miró. Estaba sentada, dándole la espalda. Le miró la espalda.
- No me divierte más.”
Nick Adams está hablando del amor, no de Marjorie. No le dice a la muchacha que es ella (sus actitudes, sus costumbres, su cuerpo) la que lo aburre sino que habla en un tono neutro que refiere a la situación, al ordenamiento de las cosas en la escena cotidiana. Y si el amor lo aburre, el amor no tiene sentido, es el fin de ese “algo” que, se supone, debería ser de un modo que no es en realidad. Estamos, presiento, ante la pérdida mayor, la más grave; una paradójica pérdida que se pierde antes de ganarse.
Quiero decir: Nick Adams renuncia al amor, a la concepción dominante, profunda y básicamente temporal del amor, antes de que pueda sorprenderlo con sus tentáculos. Nick se vuelve todo lucidez por un momento para comprender que la afamada zanahoria siempre estará unos pasos más adelante y decide cortar por lo sano. Es probable, lo admito, que una persona que abdica del imposible amor antes de perpetrarlo pueda volverse un ogro de pantalones caqui, o quizás un cínico perfeccionista. Pero también es probable, parece pensar Hemingway, que toda pena o maldad sean refutadas por cuenta de esa otra acepción del amor, más utilitaria quizás pero seguramente menos enfermiza y autoritaria.
En “El vendaval de tres días”, que sigue al de la ruptura con Marjorie: “Se sentía feliz ahora. No había nada que fuera irrevocable. Podía ir al pueblo el sábado a la noche (…) Nada había terminado. Nada estaba perdido jamás”.
Suena verdaderamente destemplado pensar que una dimensión anticipada a cualquier tipo de amor idílico y constante pueda significar un “triunfo” sobre él, o mejor dicho una suerte de merma anticipada para evitar mermas más pesadas en el futuro. Se puede esgrimir perfectamente que vivir la vida sin un eje, una “orientación” tan cómoda como puede ser el otro en el amor sensual, es más osado que la sujeción romántica, pero aún así huele a consuelo de ocasión. Lo es. Sería interesante, eso sí, saber qué opinan de todo esto los que vivieron dilatadas historias de amor verdadero.
Mome
Nick miró la luna que subía detrás de las colinas
- Ya no es diversión.
Temía mirar a Marjorie. Pero la miró. Estaba sentada, dándole la espalda. Le miró la espalda.
- No me divierte más.”
Nick Adams está hablando del amor, no de Marjorie. No le dice a la muchacha que es ella (sus actitudes, sus costumbres, su cuerpo) la que lo aburre sino que habla en un tono neutro que refiere a la situación, al ordenamiento de las cosas en la escena cotidiana. Y si el amor lo aburre, el amor no tiene sentido, es el fin de ese “algo” que, se supone, debería ser de un modo que no es en realidad. Estamos, presiento, ante la pérdida mayor, la más grave; una paradójica pérdida que se pierde antes de ganarse.
Quiero decir: Nick Adams renuncia al amor, a la concepción dominante, profunda y básicamente temporal del amor, antes de que pueda sorprenderlo con sus tentáculos. Nick se vuelve todo lucidez por un momento para comprender que la afamada zanahoria siempre estará unos pasos más adelante y decide cortar por lo sano. Es probable, lo admito, que una persona que abdica del imposible amor antes de perpetrarlo pueda volverse un ogro de pantalones caqui, o quizás un cínico perfeccionista. Pero también es probable, parece pensar Hemingway, que toda pena o maldad sean refutadas por cuenta de esa otra acepción del amor, más utilitaria quizás pero seguramente menos enfermiza y autoritaria.
En “El vendaval de tres días”, que sigue al de la ruptura con Marjorie: “Se sentía feliz ahora. No había nada que fuera irrevocable. Podía ir al pueblo el sábado a la noche (…) Nada había terminado. Nada estaba perdido jamás”.
Suena verdaderamente destemplado pensar que una dimensión anticipada a cualquier tipo de amor idílico y constante pueda significar un “triunfo” sobre él, o mejor dicho una suerte de merma anticipada para evitar mermas más pesadas en el futuro. Se puede esgrimir perfectamente que vivir la vida sin un eje, una “orientación” tan cómoda como puede ser el otro en el amor sensual, es más osado que la sujeción romántica, pero aún así huele a consuelo de ocasión. Lo es. Sería interesante, eso sí, saber qué opinan de todo esto los que vivieron dilatadas historias de amor verdadero.
Mome