por Adolfo Bioy Casares
Henry James se preguntó por qué escribía Flaubert si le dolía tanto… La crítica es aparentemente justa (sólo aparentemente, pero de cualquier modo para este párrafo sirve). A mí me divierte escribir, aunque muchas veces las vacilaciones que tengo al hablar se me corren a la pluma. Las venzo. El placer de inventar es grande; también el de lograr una página satisfactoria. Mis relativos aciertos me bastan para decir que me gusta esta profesión, que me gusta inventar, que me gusta haber inventado historias y tener otras para escribir.
Me atrevo a dar el consejo de escribir, porque es agregar un cuarto a la casa de la vida. Está la vida y está pensar sobre la vida, que es otra manera de recorrerla intensamente.
Además, escribir es un intento de pensar con precisión. Debo admitir sin embargo que de vez en cuando se presentan situaciones en que tenemos que elegir dos caminos; quizá, por extraño que parezca, entre el amor (léase matrimonio, vida familiar) y seguir escribiendo. Es probable que esa mala fama de la literatura, que la muestra como negación de la vida, se deba al clamor de personas abandonadas.
Pero la literatura no es una imposición, es un placer. Escribí un libro de ensayos al que llamé La otra aventura porque reúne ensayos sobre literatura, sobre libros. Una aventura es la vida, la otra —al menos para mí— son los libros.
Hubiera querido ser jugador de fútbol o boxeador —boxeador me gustaba más, porque me parecía más contundente— o campeón mundial de tenis o de salto de altura. Pero inexplicablemente, cuando sentía que algo me conmovía, pensaba en escribir. No sé por qué, ya que tiendo a descreer que estas cosas vengan con uno; sospecho que todo lo recibirnos y que todo es educación en la vida. Lo cierto es que para enamorar a una prima que no me hacía caso pensé en escribir un libro parecido al de un autor que le gustaba a mi prima. Así, a los seis o siete años, intenté escribir por primera vez. Después me gustó la idea de inventar cuentos policiales y fantásticos, y sin que mis amigos se enteraran, escribí una historia que se llamaba “Vanidad”. Después de eso descubrí la literatura. Y entonces me puse a escribir y a leer. Digamos que desde los doce hasta los treinta años leí realmente mucho. Traté de leer toda la literatura francesa, toda la española, toda la inglesa, la americana, la argentina, la de otros países europeos, un poco de la alemana, de la italiana, de la portuguesa, de la japonesa, de la chilena, autores persas, en fin: traté de cultivarme como esos norteamericanos que hacen todo por programa; quise leer todo. Y mientras leía todo, al mismo tiempo quería escribir. Y los libros que yo escribía desagradaban a a mis amigos. Cuando salía un libro mío los amigos no sabían cómo tratarme; querían disimular y se les veía en la cara el disgusto. Yo les daba la razón, pero creía en mi próximo libro.
Todo aquello fue bastante penoso; yo sentía mi incapacidad de escribir libros aceptables como una derrota de mi inteligencia. La verdad es que producía algo que a nadie gustaba. A mí tampoco. Me gustaba mientras escribía; después, no. Lo que sí me gustaba era la literatura; sentía que ésa era mi patria y que yo quería participar de su mundo. Probablemente pensaba que no bastaba con ser lector para entrar en la literatura. Muchas veces me dije que, de haber sido una persona un poco más sensible, yo hubiera dejado de escribir, porque escribía un libro y todos mis amigos —y después Jorge Luis Borges— me miraban con cara de tristeza y de preocupación, como pensando: “¿Qué le digo yo a éste?” Pero quizás aprendí a escribir gracias a esos errores.
No sé, no podría decir cuál fue mi primer intento literario, pero sé que cuando mi prima no me quiso me puse a escribir para exaltar mi dolor.
Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo. Todo eso precedió a los pésimos libros publicados, que fueron seis, además de cuatro o cinco novelas inconclusas.
Leía buscando la literatura, y escribía buscando la literatura cuando concluía mis cuentos, por un tiempo creía haber hecho literatura, creía haber acertado. Después, cuando publicaba el libro y mis amigos lo leían, llegaba el desencanto, si antes yo solo no lo habla encontrado… Con La invención de Morel, una historia que no quería malograr, llegó la gran oportunidad de ponerme a prueba. Recordé el consejo de mi padre de pensar en lo que uno está haciendo, y procuré escribir con la atención bien despierta. Antes de la publicación del libro aparecieron capítulos iniciales en la revista Sur, las reacciones de algunos lectores fueron las primeras buenas noticias sobre escritos míos que recibí en la vida. Tuve una módica sospecha del triunfo, pero aún no me sentía seguro. Me preguntaba si los hombres sabios no descubrirían errores y torpezas en la novela. Con el tiempo, en un cuento que se llama “El ídolo”, se me soltó la mano.
Pienso que escribir es una profesión aunque el prójimo no lo crea. Para mí fue siempre una profesión. Es, además, lo que he estado haciendo a lo largo de la vida.
Escribir por encargo es una forma, no la única, de escribir profesionalmente. Por si alguien piensa que escribir por encargo es, de un modo inevitable, algo indigno, recordaré que el Doctor Johnson, uno de los críticos de los escritores más extraordinarios, dijo en una oportunidad “Sólo un badulaque escribe por placer”. Él escribía por necesidad, por dinero, y lo hacía admirablemente.
En principio no veo nada objetable en que un editor encargue una biografía para su colección de biografías o una novela para su colección de novelas. Hay buenos escritores indolentes que sin la compulsión del encargo dejarían muy poca obra. Quizá Johnson fuera uno de ellos. No voy a negar que a veces el pedido de escribir por encargo irrita al escritor. Por ejemplo, cuando le llega a uno estando desbordado por el trabajo; o cuando le piden algo ajeno a sus gustos o preocupaciones, como que escriba el libreto para una ópera a un escritor a quien las óperas no gustan. Cuando Lord Byron escribía “Don Juan”, su editor, que no aprobaba ese poema, le propuso que escribiera un largo poema épico. “Odio hacer deberes”, replicó Byron, y rechazó la propuesta.
Se empieza a escribir porque se tienen ganas y posibilidades de hacerlo, pero es una verdad que pensamos con particular convicción después del Romanticismo. Los escritores que escribieron para ganarse la vida, y que escribieron bien, son innumerables. Yo veo en ello una prueba de que la inteligencia escapa a las circunstancias y, en definitiva, se impone.
Cuando me preguntan que de dónde saco las ideas siempre respondo lo mismo. Si usted se dedica a escribir, el tiempo le dará la respuesta. Creo que la mente del narrador vive en una actitud que le permite descubrir historias, aunque estén ocultas; por lo general, para eso está despierta. Si escribo poco, se me ocurren menos historias que si escribo mucho.
Henry James se preguntó por qué escribía Flaubert si le dolía tanto… La crítica es aparentemente justa (sólo aparentemente, pero de cualquier modo para este párrafo sirve). A mí me divierte escribir, aunque muchas veces las vacilaciones que tengo al hablar se me corren a la pluma. Las venzo. El placer de inventar es grande; también el de lograr una página satisfactoria. Mis relativos aciertos me bastan para decir que me gusta esta profesión, que me gusta inventar, que me gusta haber inventado historias y tener otras para escribir.
Me atrevo a dar el consejo de escribir, porque es agregar un cuarto a la casa de la vida. Está la vida y está pensar sobre la vida, que es otra manera de recorrerla intensamente.
Además, escribir es un intento de pensar con precisión. Debo admitir sin embargo que de vez en cuando se presentan situaciones en que tenemos que elegir dos caminos; quizá, por extraño que parezca, entre el amor (léase matrimonio, vida familiar) y seguir escribiendo. Es probable que esa mala fama de la literatura, que la muestra como negación de la vida, se deba al clamor de personas abandonadas.
Pero la literatura no es una imposición, es un placer. Escribí un libro de ensayos al que llamé La otra aventura porque reúne ensayos sobre literatura, sobre libros. Una aventura es la vida, la otra —al menos para mí— son los libros.
Hubiera querido ser jugador de fútbol o boxeador —boxeador me gustaba más, porque me parecía más contundente— o campeón mundial de tenis o de salto de altura. Pero inexplicablemente, cuando sentía que algo me conmovía, pensaba en escribir. No sé por qué, ya que tiendo a descreer que estas cosas vengan con uno; sospecho que todo lo recibirnos y que todo es educación en la vida. Lo cierto es que para enamorar a una prima que no me hacía caso pensé en escribir un libro parecido al de un autor que le gustaba a mi prima. Así, a los seis o siete años, intenté escribir por primera vez. Después me gustó la idea de inventar cuentos policiales y fantásticos, y sin que mis amigos se enteraran, escribí una historia que se llamaba “Vanidad”. Después de eso descubrí la literatura. Y entonces me puse a escribir y a leer. Digamos que desde los doce hasta los treinta años leí realmente mucho. Traté de leer toda la literatura francesa, toda la española, toda la inglesa, la americana, la argentina, la de otros países europeos, un poco de la alemana, de la italiana, de la portuguesa, de la japonesa, de la chilena, autores persas, en fin: traté de cultivarme como esos norteamericanos que hacen todo por programa; quise leer todo. Y mientras leía todo, al mismo tiempo quería escribir. Y los libros que yo escribía desagradaban a a mis amigos. Cuando salía un libro mío los amigos no sabían cómo tratarme; querían disimular y se les veía en la cara el disgusto. Yo les daba la razón, pero creía en mi próximo libro.
Todo aquello fue bastante penoso; yo sentía mi incapacidad de escribir libros aceptables como una derrota de mi inteligencia. La verdad es que producía algo que a nadie gustaba. A mí tampoco. Me gustaba mientras escribía; después, no. Lo que sí me gustaba era la literatura; sentía que ésa era mi patria y que yo quería participar de su mundo. Probablemente pensaba que no bastaba con ser lector para entrar en la literatura. Muchas veces me dije que, de haber sido una persona un poco más sensible, yo hubiera dejado de escribir, porque escribía un libro y todos mis amigos —y después Jorge Luis Borges— me miraban con cara de tristeza y de preocupación, como pensando: “¿Qué le digo yo a éste?” Pero quizás aprendí a escribir gracias a esos errores.
No sé, no podría decir cuál fue mi primer intento literario, pero sé que cuando mi prima no me quiso me puse a escribir para exaltar mi dolor.
Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo. Todo eso precedió a los pésimos libros publicados, que fueron seis, además de cuatro o cinco novelas inconclusas.
Leía buscando la literatura, y escribía buscando la literatura cuando concluía mis cuentos, por un tiempo creía haber hecho literatura, creía haber acertado. Después, cuando publicaba el libro y mis amigos lo leían, llegaba el desencanto, si antes yo solo no lo habla encontrado… Con La invención de Morel, una historia que no quería malograr, llegó la gran oportunidad de ponerme a prueba. Recordé el consejo de mi padre de pensar en lo que uno está haciendo, y procuré escribir con la atención bien despierta. Antes de la publicación del libro aparecieron capítulos iniciales en la revista Sur, las reacciones de algunos lectores fueron las primeras buenas noticias sobre escritos míos que recibí en la vida. Tuve una módica sospecha del triunfo, pero aún no me sentía seguro. Me preguntaba si los hombres sabios no descubrirían errores y torpezas en la novela. Con el tiempo, en un cuento que se llama “El ídolo”, se me soltó la mano.
Pienso que escribir es una profesión aunque el prójimo no lo crea. Para mí fue siempre una profesión. Es, además, lo que he estado haciendo a lo largo de la vida.
Escribir por encargo es una forma, no la única, de escribir profesionalmente. Por si alguien piensa que escribir por encargo es, de un modo inevitable, algo indigno, recordaré que el Doctor Johnson, uno de los críticos de los escritores más extraordinarios, dijo en una oportunidad “Sólo un badulaque escribe por placer”. Él escribía por necesidad, por dinero, y lo hacía admirablemente.
En principio no veo nada objetable en que un editor encargue una biografía para su colección de biografías o una novela para su colección de novelas. Hay buenos escritores indolentes que sin la compulsión del encargo dejarían muy poca obra. Quizá Johnson fuera uno de ellos. No voy a negar que a veces el pedido de escribir por encargo irrita al escritor. Por ejemplo, cuando le llega a uno estando desbordado por el trabajo; o cuando le piden algo ajeno a sus gustos o preocupaciones, como que escriba el libreto para una ópera a un escritor a quien las óperas no gustan. Cuando Lord Byron escribía “Don Juan”, su editor, que no aprobaba ese poema, le propuso que escribiera un largo poema épico. “Odio hacer deberes”, replicó Byron, y rechazó la propuesta.
Se empieza a escribir porque se tienen ganas y posibilidades de hacerlo, pero es una verdad que pensamos con particular convicción después del Romanticismo. Los escritores que escribieron para ganarse la vida, y que escribieron bien, son innumerables. Yo veo en ello una prueba de que la inteligencia escapa a las circunstancias y, en definitiva, se impone.
Cuando me preguntan que de dónde saco las ideas siempre respondo lo mismo. Si usted se dedica a escribir, el tiempo le dará la respuesta. Creo que la mente del narrador vive en una actitud que le permite descubrir historias, aunque estén ocultas; por lo general, para eso está despierta. Si escribo poco, se me ocurren menos historias que si escribo mucho.